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Birmania en poder de las plagas

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William Ospina
10 de mayo de 2008 - 03:10 a. m.
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TAL VEZ LO ÚNICO POSITIVO QUE habrá logrado el implacable ciclón que arrasó a Birmania hace una semana, dejando una cifra que algunos calculan en 100.000 muertos y más de un millón de víctimas, será haber puesto en evidencia a uno de los regímenes más corruptos y sangrientos del mundo.

Escribir sobre Birmania exige asumir posiciones desde el nombre mismo. Decir, por ejemplo, Myanmar, es aceptar el nombre que le impuso al país hace 20 años el brutal régimen militar que lo gobierna, no sólo a sangre y fuego, sino sujetando a presidio y mordaza todo intento de oposición, y que mantiene bajo arresto domiciliario desde hace muchos años a Aung San Suu Kyi, la Premio Nobel de la Paz de 1991, hija de Aung San, fundador de la moderna nación birmana. También es célebre el régimen militar por su “batallón de los violadores”, que persigue y ultraja a las etnias minoritarias, que ha convertido la violación múltiple y vesánica en un método de intimidación social, y que ha desplazado a muchas gentes hacia el vecino territorio de Tailandia.

En 1988, el año en que la actual junta militar dio su golpe de Estado, abolió la Constitución que imperaba desde 1974, y disolvió el Parlamento, lo mismo que las instituciones regionales y municipales, fueron asesinadas 10.000 personas. Ese año, el 27 de septiembre, como en el día de nuestra famosa “masacre de las bananeras”, las autoridades dieron diez minutos de plazo a las manifestaciones que avanzaban por el centro de Rangún para que se disolvieran, y después abrieron fuego indiscriminado contra la multitud.

 Pero es que Birmania ha sido pasto favorito de las plagas desde hace por lo menos siglo y medio. La primera de esas plagas fue sin duda el Imperio Británico, que invadió el país en 1862 y estableció allí en 1886 un protectorado colonial. Ya se sabe cuál era el benévolo espíritu de esos colonizadores, que envenenaron de opio a los chinos y amenazaron con convertir la India en un campo de golf. Esos benefactores sólo se retiraron ante el avance de la siguiente plaga, que fue la invasión japonesa en tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Derrotados los japoneses, Inglaterra volvió, pero Birmania, sin duda alentada por el ejemplo de la India, alcanzó su Independencia en 1948.

El año siguiente llegaron los comunistas. Contra éstos se alzó el ejército trece años después, y en 1974 se aprobó una Constitución socialista. Desde 1962 han gobernado los militares, al comienzo a través de elecciones libres, pero después por actos de fuerza, hasta el punto de que las elecciones de 1989, las últimas que se han realizado en el país, fueron desconocidas por la dictadura de Saw Maung. Así que los militares fueron la plaga siguiente, antes del tsunami de 2004, del que sólo se reportaron 90 muertos, posiblemente por imposibilidad de acceder a la información, en uno de los países más cerrados del mundo. En efecto, resulta difícil creer en la cifra oficial de 90 muertos y 800 desaparecidos por un fenómeno que tuvo su epicentro precisamente frente a las costas de Birmania y cuyas ondas expansivas alcanzaron a llegar hasta el costado occidental de Australia y las lejanísimas playas de Somalia, Kenya, Tanzania y Madagascar.

En el extremo norte de Birmania se alza la última gran cumbre oriental del Himalaya, el Hkakabo Razi, de casi seis mil metros de altura. El país extiende sus playas al occidente sobre el golfo de Bengala hasta los impresionantes archipiélagos de Mergui. Es extraño comprobar en los mapas que el Trópico de Cáncer pueda pasar por tierras y climas tan disímiles como el desierto del Sahara y el mar Caribe. Birmania, con sus climas cálidos y sus lluvias torrenciales, con sus infinitos cultivos de amapola y sus bosques de teca, ocupa la misma latitud, pero se parece más a nuestra zona ecuatorial, y está en la ruta de los grandes ciclones del este.

Fue uno de ellos, el ciclón Nagris, el que hace una semana azotó las aldeas costeras al sur de Rangún, dejó centenares de cadáveres flotando en las aguas y un millón de personas en el desamparo. A su pobreza tradicional, en la que los ingenieros civiles tienen que trabajar como taxistas y las mujeres con título universitario buscan empleo en el servicio doméstico, Birmania tendrá que sumar ahora la catástrofe de que se haya arruinado la cosecha de arroz, uno de los principales productos de exportación, del que todavía el año pasado había alcanzado a exportar 400.000 toneladas.

Pero además esta semana hemos visto que las plagas se alían. Celosa de su control sobre la población y de los turbios secretos que oculta tras sus fronteras, la junta militar, que lleva años persiguiendo y reprimiendo las protestas de los monjes budistas y de los demócratas, también se ha negado a conceder visas de entrada a los equipos de ayuda, y se resistía a recibir la asistencia internacional en víveres, alimentos, agua potable y medicinas, mientras la población damnificada pasaba los días y las noches con hambre, enferma y a la intemperie, y arrojaba los cadáveres a los ríos sin ceremonia y sin mortaja para tratar de salvarse de una peste más.

Eso era esta semana Birmania: un país con las carreteras cortadas, las comunicaciones suspendidas, crecientes rumores de pillaje y revuelta, y los precios de los bienes indispensables por las nubes, y en donde las tropas, que siempre saben llegar enseguida cuando se trata de reprimir las manifestaciones, tres días después del desastre no aparecían por ninguna parte.

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