COLOMBIA. ERA EL ÚLTIMO DÍA DEL Frente Nacional. El hombre que debía abrir el país a la modernidad, a la pluralidad de los partidos, al respeto por las nuevas ideas, llegó al poder a eternizar el modelo excluyente que tanto había combatido.
Durante 16 años la alianza de los grandes partidos se había acostumbrado a suspender las garantías democráticas. Toda oposición se satanizaba, con el pretexto de que había que erradicar la violencia. Aquel que haya vivido aquellos años recordará la cantinela: “Declárase Turbado el Orden Público y en Estado de Sitio Todo el Territorio Nacional”. En Estado de Sitio. Eso significaba cancelación del derecho de huelga, sospecha sobre los derechos de libre asociación, no vigencia del hábeas corpus, suspensión de la Constitución. La más antigua y continuada democracia latinoamericana se daba el lujo de archivar la Constitución al menor riesgo y hasta nueva orden. Y esta aberración: que la justicia penal militar, utilizada en el mundo para que los militares juzgaran a sus propios miembros en ejercicio, juzgara a los civiles. Colombia. Y a partir de 1974, la mitad de la Sierra Nevada se taló para sembrar marihuana. Pablo Escobar cambió entonces su oficio de ladrón de lápidas y contrabandista de tabaco por el de traficante de yerba. La revolución de Paz y Amor de los años 60 inició al vasto mundo en el consumo de la yerba feliz, y el regreso de los soldados vencidos de Vietnam empezó a preparar el terreno para nuevos negocios: la generación que debió asimilar esa derrota necesitaba estímulos. Por esos tiempos comenzaron a viajar los pioneros con sus valijas de doble fondo a las Bahamas, a México.
Eran contrabandistas con suerte. Ni siquiera sabían que estaba naciendo la primera gran multinacional latinoamericana, que una vena de oro se estaba rompiendo en el cuerpo varias veces corrupto del capitalismo mundial, que ese río de oro haría correr por décadas ríos de sangre. Colombia. La violencia de los años 50 había cambiado el régimen de propiedad sobre la tierra. Como todo proceso de inhumana modernización, como en Alemania o en la Inglaterra de la Revolución Industrial, el avance del capital arrebató la tierra, fuente tradicional de la riqueza, a los viejos cultivadores de minifundios, esos cafeteros que habían hecho, si no la riqueza, al menos la supervivencia del país. Todo esto es muy inmoral. Pero no es la moral la partera de la historia, dicen algunos cínicos historiadores, es la violencia. Y uno se niega a creerlo. Uno se dice: “La civilización tendría que avanzar con ideas, con virtudes, con la formulación de una ética cada vez más sutil y más profunda”. Pero hace mucho resuenan las palabras de los poetas con amargas verdades. “Pues amarga la verdad quiero echarla de la boca” dice el poeta. “¿Quién los jueces con razón, /sin ser ungüento hace humanos, /pues untándoles las manos /les ablanda el corazón?”. Esas fuerzas que dominan el mundo cada vez son menos generosas, cada vez más codiciosas, más implacables. El mundo está en poder de las fábricas de armas, de los arrasadores de selvas, de los saqueadores de países, de los contaminadores de la naturaleza, de vendedores de milagros, de basuras y de espectáculos. Y Colombia, dedicada por siglos a exportar oro ensangrentado, a vender tabaco, esmeraldas, café; lujos y vicios y deleites para el gran mundo, halló de pronto que ese mundo rico estaba decidido a consumir sustancias cada vez más embriagantes, más excitantes. Drogas más adecuadas para una edad de aceleración y de vértigo. Cuando se imponen los dioses del frenesí, los dioses del estruendo, los dioses de la velocidad y del vértigo, las viejas religiones del vino y del centeno tienden a ser desbordadas por estas nuevas religiones laicas del consumo, de la publicidad, del poderío tecnológico.
Y para producir los salvajes pioneros traficantes de esa edad nueva se necesitan sociedades que hayan cerrado todas sus puertas legales a la iniciativa de los emprendedores. Países donde para ser rico haya que tomar la precaución de haber nacido rico, porque no existe la posibilidad del enriquecimiento lícito. Ojalá un país donde una casta arrullada por la letra y la música pueda envanecerse de despreciar al odioso “país de cafres” al que gobierna. Un país cuyas élites hayan decidido repartirse el poder sin compartirlo con el pueblo, y pongan en nevera la Constitución cada vez que se les antoje. Y allí estarán por fin las clases medias sin moral y sin miedo prestas a todo riesgo con tal de poder dormir una hora en el dulce seno de la opulencia. Después vendrá el entierro con mariachis. Y ya llegará el día en que esos temerarios sin moral y sin miedo hagan temblar al viejo país de la decencia egoísta, de los dueños que exigen siempre a las muchedumbres despojadas ante todo moral, conducta ejemplar. Acaso piensan, como el personaje de Wilde, que las clases bajas deben ser ejemplares: “Si no es para dar ejemplo, no sé para qué están en este mundo”. Colombia. El gran laboratorio. Donde miles tuvieron que recurrir al delito para alcanzar lo que en otros lugares del mundo a la gente se le da por derecho: residencia y consumo. Los humildes lujos que predica y exige la religión publicitaria. Así nacen las mafias. Tiempos de López, años de la acumulación.
Tiempos de Turbay, años del crecimiento. Después aquel viraje en tiempos de Belisario, cuando ya todo el mundo hablaba de ellos. No son ya la clase emergente, pintoresca, de casas lujosas y griferías de oro. Ya prometen pagar la deuda externa. Exhiben en haciendas las avionetas que coronaron sus primeros cargamentos. Tienen los Bentleys agujereados de las vendettas de Chicago, símbolos de los viejos precursores del Norte. Y apenas termina la primera etapa de su increíble aventura. Ya veremos las otras. Es verdad. Hemos presenciado una revolución. En las guerras la primera víctima es la verdad; en las revoluciones del dinero lo primero que cae es la moral.