Los gobernantes colombianos tienen una extraña costumbre: la de pensar que una cosa son los costos de administrar el país y que otros son los costos de la paz. Cuando se plantean hacer la paz, casi siempre mediante procesos de negociación con grupos armados, diseñan bien el presupuesto de la nación y a eso le añaden “los costos de la paz”.
Por supuesto, la plata nunca alcanza. La paz de Pastrana resultó que costaba 1.500 millones de dólares, o sea, al precio de hoy, 6 billones de pesos, pero en armas. La paz de Santos ya resultó costando 150 billones, así que tuvo que dejarles esa deuda a los gobiernos ulteriores. El siguiente ni siquiera la tuvo en cuenta. Pero el presidente Petro sí nos ha contado con preocupación que la paz de Santos costaba 150 billones, y que, aunque es difícil costearla, hay toda la voluntad de hacerlo.
Ahora bien, Petro se va acercando a la mitad de su gobierno y todavía no nos ha contado cuánto va a costar su propio proceso de paz, todavía más amplio y, como se sabe, total. La cifra puede ser alta y, como de costumbre, la plata no alcanzará.
Eso es inquietante porque a nuestros gobiernos, a todos, solo se les ocurren dos cosas cuando la plata no alcanza: recurrir a nuevos endeudamientos, y hacer nuevas reformas tributarias. Y es que todos caen en el mismo ritual: diseñan la paz perfecta, y le dejan la tarea de ejecutarla al gobierno siguiente, que muy probablemente tendrá una idea distinta de la paz, y otras prioridades.
También el pueblo, como el hombre de Montaigne, “es variable y ondeante”. El electorado votó en 1998 por un gobierno para que hiciera la paz y después, en 2002, votó por otro para que hiciera la guerra. Más tarde, el electorado que votó en 2010 a Santos para que hiciera la guerra, votó en 2014 a Santos para que hiciera la paz. Y después a Duque para que deshiciera esa paz, y después a Petro para que la recompusiera. Se diría que en Colombia lo más difícil es descifrar el futuro, pero es más difícil descifrar el presente.
Lo cierto es que la paz no llega nunca, y una de las razones es que la plata nunca alcanza. Pero otra de las razones es esa manía de los gobernantes de pensar que una cosa es gobernar el país y otra cosa es hacer la paz. La paz se concibe como una tarea adicional que requiere otro presupuesto. Y eso es una locura.
Manejan el país como si fuera un país normal, que tiene un presupuesto normal y unos costos definidos de funcionamiento, y ven la falta de paz como una anormalidad adjunta que requiere un proceso especial, un gobierno especial y un presupuesto adicional, que nunca se tiene.
Ahora estoy convencido de que en ese esquema hay un error inmenso. La paz no llega porque aquí piensan que una cosa es gobernar y otra es hacer la paz. Pero es que el resultado de un buen gobierno debería ser la paz. Si padecemos una anormalidad generalizada que no permite que nada funcione, y que para todo exige soluciones desesperadas y movimientos de choque, la paz no puede verse como algo lateral y excepcional, la paz solo puede nacer de normalizar el país, de gobernarlo bien, y el verdadero presupuesto de la paz no puede ser otro que el presupuesto nacional, pero reorientado drásticamente a la normalización de la sociedad.
Con tantos procesos especiales, altos comisionados y presupuestos adicionales, terminamos olvidando que solo la normalidad es la paz; que no puede haber una política especial para la paz, sino que tiene que haber una política; que no tiene que haber una industria especial para la paz, sino que tiene que haber una industria, y que no puede haber una justicia especial para la paz, sino que tiene que haber una justicia, porque la sociedad termina viendo con indignación que al que comete pequeños delitos se le descarga toda la severidad de la ley, pero al que secuestra y asalta y masacra sí se le abren generosas las puertas del perdón.
Parar el robo, eliminar los privilegios, acabar el derroche, recortar severamente la burocracia y reorientar en grande los recursos a la reconstrucción del campo, a la industrialización del país, a la construcción del mercado interno, a la reinvención de la justicia, a un radical rediseño de la educación, a vivir de verdad en la cultura, a incentivar el trabajo, proteger la familia y salvar una naturaleza única en el mundo exige reorientar totalmente el presupuesto nacional, y para ello hay que rediseñar el gobierno y no hacerle más concesiones a la politiquería.
¿Por qué el presupuesto general de la nación no sirve para hacer la paz y se necesita otro? Porque ese presupuesto ya está repartido para mantener el statu quo, y nadie va a permitir que se lo altere, ni los generales, ni los contralores, ni los procuradores, a la cabeza de sus legiones de funcionarios, ni las cortes, ni el congreso, ni la gran prensa, ni la amplia y piramidal estructura del poder que va desde el presidente hasta el portero.
Eso es lo que significa el relato de Kafka Ante la ley, que no se necesita saber quién es el rey porque ya el centinela se encarga de revelarnos que el edificio es inaccesible. Que, como pudo comprobarlo durante 50 años Manuel Marulanda, al edificio no se entra ni a tiros. Y que, como puede comprobarlo Petro, al edificio solo se puede entrar para mantener en su sitio todo lo que existe.
Hay injusticia, hay corrupción, hay violencia, hay clasismo, hay hambre, hay desempleo, hay miseria, hay un hacinamiento carcelario tan grande como la impunidad que lo complementa, no hay economía formal, pero hay miles de economías ilegales y, con la lógica actual, nada de eso se puede corregir con el presupuesto de la nación. Se requiere el presupuesto creciente y alado de los sueños de la lechera.
Pero me temo que, si alguien viniera a normalizar el país, a disponer del presupuesto de la nación para hacer la paz, todos le harían la guerra.