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Cinco siglos de oro y de hierro

William Ospina
21 de agosto de 2022 - 05:30 a. m.

Como si un soldado de 17 años desembarcara de pronto en un planeta desconocido que está siendo conquistado por los terrícolas y fuera testigo de las guerras, de las esclavitudes, de las profanaciones, las crueldades y los heroísmos en que se ven enredados los pueblos invasores y los invadidos; la sangre, la riqueza, la bondad y la maldad en que abunda la condición humana, y descubriera de pronto que ese mundo está lleno de selvas inexploradas, de animales extraños, de flores rarísimas, de insectos fantásticos, de naciones que tienen cientos de lenguas, cientos de dioses y misteriosas costumbres, y dedicara el resto de su vida a contar todo lo que vio, primero en crónicas y después en versos, tratando de ser fiel a la verdad, de dejar memoria de esos hechos increíbles y de esa edad irrepetible: esto fue lo que le ocurrió a ese soldado español llamado Juan de Castellanos, que llegó a América en 1539, y navegó y luchó y pescó perlas, y sacó oro de las minas y recorrió montañas recónditas, y vio pueblos enteros coronados de oro, y vio valentías y traiciones, y conoció miles de seres, y escribió después el poema más extenso de la lengua castellana, donde quedaría guardada con detalle la estremecedora fundación de un mundo.

Yo he hablado mucho de Juan de Castellanos, en cierto modo he dedicado mi vida a valorar y a agradecer el trabajo casi infinito de este fundador de nuestra literatura, pero ahora siento que es necesario hacerlo de nuevo, porque en 2022 se están cumpliendo 500 años del nacimiento de aquel ser a la vez imperceptible y desmesurado, que no solo fundó la poesía en castellano de Colombia sino de Venezuela, de Ecuador, de la Amazonía brasileña, de Trinidad, de Santo Domingo, de Puerto Rico, de Jamaica, de Panamá.

Borges ha dicho que “en los comienzos de una literatura nombrar equivale a crear”. Después de recorrer buena parte del territorio, desde mediados del siglo XVI, en Tunja y en Villa de Leyva, Juan de Castellanos lo nombró todo: solo tuvo vida para esa rapsodia homérica que en su caso era aún más difícil, porque la lengua en que escribía había llegado de otro mundo y no tenía todas las palabras ni la sensibilidad que se necesitaban para nombrar este continente. Como buen hombre del Renacimiento, con una hospitalidad mental sorprendente para su época, cuando apenas comenzaba el Siglo de Oro de la literatura española, Juan de Castellanos tomó palabras de las lenguas indígenas del Caribe, de los Andes y de la selva, para nombrar todo lo que no tenía nombre en castellano, y su poema se fue llenando de canoas, de chigüiros, de ceibas y bohíos, de tunjos y poporos, de guanábanas y lulos, de tapires, cachamas, huracanes, tiburones, yarumos y guayacanes, de venablos con curare en la punta, de caimanes y de mapanaes, y cuando el poema llegó a España nadie pudo entender lo principal: que había comenzado el mestizaje de la lengua, su paso de lengua local a lengua planetaria. Y algunos dijeron que eso no era poesía sino un engendro salvaje, “lleno de palabras bárbaras y exóticas que afeaban la sonoridad clásica de la lengua castellana”. Pero lo que estaba aflorando allí no eran solo nombres y símbolos sino la dignidad de un continente, y aunque una parte del poema fue publicada en 1589, los incontables pliegos llenos de estrofas simétricas y esmerada caligrafía, que contenían el milagro del descubrimiento poético de un mundo inmenso, quedaron guardados por siglos en los estantes de las bibliotecas reales, y solo hace 70 años se publicaron completos en Colombia los cuatro volúmenes de las “Elegías de varones ilustres de Indias”, que por primera vez nombraron minuciosamente a la América ecuatorial y caribeña, y la cantaron en endecasílabos a la manera de Dante y de Ariosto.

Mucho se discute hoy si la Conquista fue un inmenso saqueo y un despiadado genocidio o una inmensa gesta de civilización: lo cierto es que ambas cosas ocurrieron, y no es justo borrar ninguna de ellas. Detrás de la cabalgata salvaje y criminal de los saqueadores y los despojadores, vino también la cabalgata de los cronistas y los humanistas que nombraron un mundo, denunciaron los atropellos, lucharon por la justicia y sembraron una lengua y una cultura. Lo asombroso es que en España, donde más les conviene mostrar esa complejidad, y también en América, se haya rendido tanto honor a los que encarnaron los peores males de la Conquista, a los Pizarro y a los Belalcázar, y se haya valorado tan poco a los que lograron con su esfuerzo, con su sensibilidad y con su lucidez que la lengua castellana permaneciera en América, y se transformara, y dialogara con las culturas nativas, y se convirtiera en la gran lengua creadora de un continente. Todavía hoy nuestros países les conceden más importancia a los guerreros y a los traficantes que a los fundadores de tradiciones culturales y de grandes proyectos civilizatorios.

Una literatura es una tradición; a pesar de las diferencias de temas y ritmos, unas obras se sostienen en otras y abren horizontes a nuevos sueños y desafíos. Un día le pregunté a García Márquez si había leído a Castellanos, y él me habló de las muchas estrofas que había recorrido en sus tardes silenciosas de Zipaquirá. La gran virtud de la obra de Castellanos (y era muy temprano para que ello fuera posible) es que uno se siente en Colombia leyéndola, uno se siente en la región equinoccial de América, uno ve las selvas, los caimanes, las serpientes, la espesa selva de plumajes de los guerreros indios, las profusas figuras de oro con que la refinada orfebrería de los pueblos nativos rendía homenaje a la sacralidad de la naturaleza; uno oye nombrar en esos versos por su nombre propio a los indios que después nuestro racismo convirtió en un solo ser genérico que no admitía individualidad. Uno advierte con gratitud que este territorio, que durante siglos una retórica embelesada con Europa no volvió a nombrar, ya había sido cantado y celebrado por una conciencia capaz de asombro y de maravilla. Faltaban dos siglos y medio para que Humboldt viniera a descubrir con los ojos perplejos de la Ilustración la exuberancia de estas selvas, el espejo del Orinoco, el torrente del Magdalena, y ya el poeta estaba observando con avidez y nombrando con profusión una naturaleza y una humanidad que todavía hoy son una promesa para el mundo.

No es solo la grandeza de Juan de Castellanos lo que celebramos al cumplir estos cinco siglos, es la grandeza de un mundo que sigue resistiéndose a la profanación y al desprecio, y de cuya integridad tal vez dependa, en los tiempos que siguen, el futuro de la humanidad.

 

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