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Cuando el cielo parece gozar de sus luces

William Ospina

17 de marzo de 2012 - 08:00 p. m.

El hombre estaba sentado en un puente de la ciudad y miraba hacia el cielo. Comparado con las gentes que pasaban, ocupadas cada una en sus asuntos terrenos, parecía ocioso y un poco loco.

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Sin embargo era el único que estaba prestando atención a lo que ocurría de especial a esa hora: la conjunción en el anochecer de dos planetas. Ese fenómeno vuelve casi cada año, pero pocas veces es tan visible como lo ha sido en estos días, cuando Venus y Júpiter se alinean a tan poca distancia, que en todo el mundo las gentes han gozado haciendo fotografías juguetonas con esos luceros resplandecientes.

Alguien hizo una fotografía de la torre de Pisa con las dos lucecitas al lado, brillando en el cielo nocturno. En Hungría, alguien las captó sobre el techo junto a los bosques. En Suecia, los dos planetas flotan sobre un ancla derribada en la nieve. En Estados Unidos, una muchacha en lo alto de una colina extiende los brazos al atardecer y parece alcanzar con una mano a Júpiter y tener en la otra la lámpara de Venus. En algún lugar del mundo, alguien fotografió su gato recortado contra el cielo, con los planetas brillando en las puntas de las orejas.

Llevamos miles de años contemplando esas luces y tratando de descifrarlas. Para los griegos, Venus era dos estrellas distintas: Hesperus en la tarde y Phosphorus en la mañana. Los sumerios la llamaron Dilipat, los chinos Jin Xing, los mayas Chak Ek, los babilonios Nindaranna.

Durante siglos fue una luz en el cielo, a la que atribuíamos virtudes mágicas, el don de anunciar el nacimiento de algún dios, el don de favorecer los amores humanos, como en los versos de la Divina Comedia: Lo bel pianeta que d’amar conforta / Faceva tutto rider l’oriente: “Ese bello planeta que nos consuela con amores / iba haciendo reír todo el Oriente”. Pero saber que es un planeta no significa entender de qué se trata.

Alguna vez debió haber agua en Venus, el planeta más caliente del sistema solar, pero algo disoció el hidrógeno y el oxígeno, convirtiendo la atmósfera en un viento de dióxido de carbono. Si camináramos por su superficie, veríamos un mundo oscuro cubierto de nubes densísimas que no dejan entrar la luz, una realidad triste y ardiente, a más de 460 grados centígrados, con vientos furiosos que le dan en cuatro días la vuelta al mundo. Un planeta donde acaso hubo mares y ahora quedan sus lechos vacíos, y dos grandes mesetas de basalto que debieron ser continentes, uno del tamaño de Suramérica y otro del tamaño de Australia. Constantes erupciones volcánicas cubren sin tregua el suelo de lava fresca. El día completo dura 243 días terrestres; cada día y cada noche duran meses. Sólo es alegre visto desde lejos, la luz más bella del cielo terrestre, con la Luna y el Sol.

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Dicen que hay dos clases de planetas en nuestro sistema solar: los sólidos y los gaseosos. Cuatro piedras: Mercurio, Venus, Tierra y Marte, y cuatro nubes: Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno. Plutón sigue esperando que confirmen o nieguen su condición de miembro de la familia planetaria, resignado a una lógica que denigra de él por despreciables razones cuantitativas.

Júpiter, el más grande de los planetas, tuvo alguna vez el doble de su diámetro actual. Cada año se comprime dos centímetros, pero faltan varias eternidades para que pierda su importancia. Un video tomado por una sonda espacial nos deja ver el espectáculo de su atmósfera enardecida: una gigantesca mancha roja en su costado es una tormenta que no termina nunca. Júpiter da una vuelta sobre sí mismo en 10 horas. Compararlo con el tamaño de la Tierra es comparar a un balón de básquet con una canica de cristal.

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Recuerdo que caminando una tarde por Cartagena encontramos a un hombre con un telescopio ambulante. Nos dijo que en el centro del cielo estaba Júpiter: él podía hallarlo a simple vista y dirigir hacia él su instrumento artesanal. Enfocó a Júpiter, y en el fondo del cielo apareció un disco brillante rayado por líneas que según el hombre no eran manchas sino largas tormentas. Creí ver a su lado un sol distante, pero el hombre me desengañó: si el telescopio enfocaba a Júpiter no podía verse una estrella más lejana. “Júpiter tiene cuatro lunas”, me dijo, “y en este momento son visibles tres de ellas”. Entonces las vi, tres chispas diminutas, y sentí una emoción desconocida. Nunca había visto con nitidez un planeta: pero alcanzar a ver pequeños y alineados en el cielo sobre él sus satélites le concedió al firmamento un grado de realidad inusitado. Por un instante el cielo fue real: planetas, soles, galaxias, nebulosas, cometas agoreros que pasan siglo a siglo. Esa triple verdad, esa luz triple apenas perceptible hacía reales de pronto los delirios de los caldeos, los sueños de los egipcios, el calendario de los mayas, los dragones celestes de los chinos, el escorpión, el cangrejo, los peces de Afrodita, la osa menor, el toro, y por un breve instante yo mismo fui real en el pavor del abismo celeste.

Ahora los he visto en fotografías: Ganimedes tiene un color gris perla manchado de ónix; Calisto es ambarino y jaspeado de puntos de luz; Io tiene regiones amarillas y verdes, pequeños mares blancos y montañas doradas; Europa es una luna blanca con continentes de color ocre, atravesada por surcos finos o canales, como caminos caóticos que se entrecruzan. Dicen que bien podría haber vida en ella.

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