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CUANDO LOS PADRES FUNDADORES de la Unión Americana formularon los principios de la democracia moderna y pregonaron la “Declaración de Derechos del buen pueblo de Virginia”, una sombra quedó flotando sobre su discurso: la esclavitud.
El país que se había atrevido antes que otro alguno a predicar la igualdad entre los hombres por razones de raza, de religión o de fortuna, no fue capaz de abolir la esclavitud en el momento de su Independencia, y siguió viviendo con esa discordia en su seno durante casi ochenta años. Todos los hombres eran iguales en derechos y en oportunidades… si eran europeos de origen, blancos y ojalá liberales y cristianos.
Hoy podemos establecer una diferencia entre ser negro y ser esclavo o descendiente de esclavos: Nelson Mandela, por ejemplo, es lo primero sin haber sido jamás lo segundo. Pero en el continente americano desde el siglo XVI esa diferencia era difícil de advertir. El color de la piel, la raza, era la primera prueba de la condición de un ser humano y la clave de su destino. Nunca fue tan perturbadora la frase de Paul Valery: “Lo más profundo es la piel”. Los que se quedaron en África no fueron nunca esclavos, pero a los americanos nos parecía que sí. Se necesitaba pensarlo un poco para comprender que la pobreza o la subordinación colonial de las personas en los países de África no equivalen a la esclavitud que padecieron sus hermanos en tierras americanas.
A pesar de la claridad de los principios filosóficos de la democracia, a pesar de la nitidez de sus valores, cuando llegó la hora de enfrentar el racismo y de dar libertad a la población negra, los Estados Unidos vivieron la más sangrienta guerra de su historia. Es más, el país estuvo a punto de dividirse en dos: un país sin esclavos en el norte, los Estados Unidos de América, y un país esclavista en el sur, los Estados Confederados de América, que eran inicialmente Carolina del Sur, Mississippi, Florida, Alabama, Georgia, Louisiana y Texas, y a los que se unieron para la guerra Virginia, Arkansas, Tennessee y Carolina del Norte.
Por los algodonales de Alabama, por las verdes praderas de Memphis, por las tierras bajas del delta del Mississippi, donde todavía hoy ondean banderas de los confederados, por los barrios franceses de Louisiana, donde todavía hoy los huracanes sacan a la luz la pobreza y la marginalidad en que viven muchos descendientes de esclavos, en esas tierras se libraron los combates con que los Estados Unidos pagaron su ingreso a la modernidad, las 391 batallas que dejaron para la historia la cifra terrible de 630.000 muertos. Fue la primera conflagración del mundo contemporáneo, la primera en que se utilizaron el telégrafo y el ferrocarril, la primera de la que se conservan fotografías, y la segunda que tuvo corresponsales de guerra, si admitimos que fue León Tolstoi el primero en serlo en las trincheras de la Guerra de Crimea, pocos años atrás.
Suele ser nuestro orgullo decir que Colombia decretó la libertad de los esclavos catorce años antes que los Estados Unidos, en 1851. Pero de ambos países debe decirse que después de la abolición siguieron siendo durante mucho tiempo escenarios de racismo y de intolerancia. Todavía les quedaba un largo camino por recorrer a los descendientes de África en nuestro suelo para llegar a ser considerados iguales y verdaderamente dignos de los dones del mundo.
Hay personas que cuando no están dispuestas a afrontar un determinado hecho exclaman con tono autoritario: el país no está preparado para eso. Es frecuente en estos tiempos oír decir que los Estados Unidos no están preparados para tener un presidente negro. Esas mismas personas no se preguntan si alguien tiene las cualidades para ejercer una función, la inteligencia, el carácter, la elocuencia, el poder de influir sobre la comunidad: les basta considerar la raza para descalificarla o negar la posibilidad del hecho.
Por primera vez en su historia, los Estados Unidos tienen a un hombre de raza negra como candidato a la presidencia, y en los meses que vienen vamos a ser testigos del peso que puede llegar a tener el color de la piel en una elección presidencial. El actual debate electoral es en ese sentido el más interesante de los últimos tiempos en el mundo entero. Parece que se estuviera jugando el destino de un hombre: en cierto modo se está jugando el destino de un mundo. Parece que sólo se estuvieran juzgando las capacidades de un individuo, también se está juzgando la sinceridad de los principios de una nación. Parece que se estuvieran poniendo a prueba los talentos de un hombre, se está poniendo a prueba la coherencia de un sistema político.
A pesar de que Barack Obama no es descendiente de esclavos, sino el hijo de una ciudadana blanca de Texas y de un ciudadano negro de Kenia, puede decirse que un triunfo suyo en las elecciones de noviembre próximo representaría el triunfo definitivo de la abolición de la esclavitud, el triunfo del movimiento por los derechos civiles de los norteamericanos, la justificación de esos deplorados seiscientos mil muertos y la última victoria de Abraham Lincoln, quien perdió su vida por haber llevado al triunfo a los estados abolicionistas del Norte.
Un triunfo de Barack Obama en noviembre sería menos la derrota de John McCain que la derrota del más antiguo y persistente defecto de la democracia norteamericana. Ni siquiera significa que Obama pueda hacer un gran gobierno: significa que los valores filosóficos sobre los cuales está fundada la sociedad norteamericana no son una quimera ni un sofisma sino una certeza política y una convicción moral. La democracia, tan adulterada por la demagogia, tan manipulada por la estadística, tan deformada por el poder económico y mediático, se parecería un poco más a sí misma.
George Bush ha sido capaz de sacrificar monstruosamente, por una locura hegemónica, a tantos civiles iraquíes como muertos hubo de la guerra de Secesión. Resulta difícil creer que el mismo país que reeligió a George Bush, sea ahora capaz de elegir a Barack Obama como su presidente.
Pero sería una prueba asombrosa de que la democracia es posible.
