Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
LA SEMANA PASADA SE REVELÓ QUE la ayuda mundial para impulsar el desarrollo asciende a la cifra de 76 mil millones de euros al año.
Con el doble de esa cifra se harían milagros en la lucha contra el hambre, la desnutrición, la miseria, la ignorancia y la marginalidad, y hasta se podría demostrar que el modelo social en que vivimos vale la pena. Tal vez con un poco más se podría alentar el empleo, convertir a millones de personas en parte digna de sus sociedades y en soporte de sus economías.
Pero el problema no es simplemente de recursos sino de voluntad: el modelo económico, que predica el derroche a los que no tienen lo necesario y la opulencia a los que sobreviven por debajo de la línea de pobreza, parece necesitar víctimas: ejércitos de desempleados listos a reemplazar a los inconformes, consumidores postergados que a veces consuman los excedentes.
La cifra de la ayuda, que incluye los recursos de la Organización Mundial de la Salud, el Programa Mundial de Alimentos y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, no sólo no será ampliada sino que, debido a la crisis, puede ser recortada. 76 mil millones de euros parecen mucho, hasta que nos enteramos de las cifras que los grandes países invertirán para rescatar al sistema financiero de los vórtices de su propio desorden. Los Estados Unidos destinaron 700 mil millones de dólares; Alemania, 500 mil millones de euros; Gran Bretaña, 500 mil millones; Francia 360 mil millones. Si uno tiene la ociosidad de sumar esas cifras, las operaciones empiezan a contarse en billones, en millones de millones de euros.
¿De dónde puede salir tanto dinero? ¿Cómo es posible que los gobiernos lo tengan a su alcance y puedan disponer de él enseguida para impedir la quiebra de los bancos? Cuando se habla de alzas de salarios los gobiernos esgrimen el argumento oportuno de que incrementar los ingresos de los trabajadores produce una escalada de los precios.
Pero he aquí que cuando se trata de salvar a los bancos, de asumir el costo de sus malos manejos, créditos irresponsables y salarios desmesurados de los altos ejecutivos, los fondos públicos están disponibles, pueden utilizarse de inmediato, y nadie piensa que esa inversión vaya a derrumbar la economía. ¿Cuándo se ha destinado siquiera una fracción de esas cifras a corregir los tremendos desequilibrios de la economía mundial, a favorecer a millones de seres humanos postrados en la indigencia, acosados por la hambruna, mordidos por las enfermedades mortales?
Ello requeriría sentido de responsabilidad, compromiso profundo con la dignidad humana, y todo esto suena sentimental, fantasioso y romántico. Hemos llegado a una edad del mundo en que la generosidad es ingenuidad, mientras que la guerra y el exterminio de seres humanos son cosas respetables y serias. La industria de las armas es una de las más poderosas e influyentes del mundo. El gobierno de los Estados Unidos ha invertido muchos más recursos en una guerra ilegal, ebria de deshonor, y perdida de antemano, contra un pueblo que no los había ofendido y que no tenía parte en sus desgracias.
No hay reservas para combatir el hambre, para combatir la injusticia, para combatir la ignorancia, para estimular a los trabajadores, pero las hay de sobra para sembrar la muerte y la destrucción, o para rescatar al mundo financiero de un desastre culpable que pone en peligro a esas grandes corporaciones que lo esperan todo del Estado en los momentos de peligro pero lo quieren lejos y ciego en tiempos de bonanza.
Los realistas de la política y de la economía nos explican que las empresas están para hacer dinero y no para hacer caridad, que el mundo no es un establecimiento de beneficencia, y el modelo económico impone su lógica de prosperidad para unos y de postergación y privación para otros. Pero si uno concluye entonces que el modelo no es conveniente, se hará sospechoso de herejía a los ojos de un mundo donde hay gentes y países que no son viables para el sistema, cuando es el sistema económico y político el que tendría que ser viable para gentes y países.
La realidad está demostrando que las crisis cíclicas son inherentes al modelo, que éste no es viable ni siquiera para sí mismo. Pero a la hora de estudiar correctivos, nos dirán que para que el modelo sobreviva es necesario recomenzar el ciclo de especulación, prédica de opulencia y consumo suntuario, que basta con salvar a los bancos, y con ellos el crédito para las empresas y la liquidez del mercado, pero que no hay que tocar los fundamentos de la economía.
Por eso la reunión de gobernantes del G20, convocada por uno de los principales artífices de la crisis para definir el nuevo sistema financiero internacional, no tiene por misión preguntarse cómo hacer el modelo más justo sino cómo sobrellevar la crisis y comenzar un nuevo ciclo de especulación y derroche. Cómo empezar a inflar la siguiente burbuja. Y es tan cerrado el círculo, que a la propia España, uno de los países más ricos del mundo, le está costando esfuerzos conseguir un cupo para entrar al lugar donde se cocina el plato que nos piensan servir el resto del siglo.
Después se alarman de que haya gente inconforme con un modelo que los opulentos diseñan, pero donde son los otros quienes ponen la angustia y la desesperación.
