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De Tiberio a Berlusconi

William Ospina

30 de enero de 2011 - 01:00 a. m.

A PESAR DE QUE LA DEFINICIÓN CLÁsica de democracia habló siempre de un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo; a pesar de que la palabra pueblo es el equivalente latino del ilustre demos griego, nuestro tiempo ha ido renunciando a esas raíces.

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Se sigue hablando de democracia, pero muchos teóricos han procurado acabar con el concepto de pueblo, descalificando esa supuesta comunidad mítica, que inspiraba el discurso de los grandes liberales, o reduciéndolo a una aglomeración caótica, suerte de montonera incapaz de seguir una idea o de encarnar un pensamiento. Ya toda invocación al pueblo termina siendo cubierta por un término peyorativo: populismo. Y paradójicamente ser aristócrata terminó siendo mucho más perdonable que ser populista.

Más verdaderas o más verosímiles, para esos reductores, serían las clases sociales. Pero, ¿basta de verdad un parecido nivel de ingresos para postular la existencia orgánica de clases sociales, de modos homogéneos de pensar, de soñar, de actuar filosófica y políticamente? Uno a veces se pregunta si de verdad existen las clases sociales. No parece evidente que las personas se organicen y se movilicen exclusivamente alrededor de unos intereses económicos y de unos ideales de clase. Es más, si bien unos tienen más recursos que otros para satisfacer sus apetitos y sus deseos, la industria y la publicidad tienden a unificar a la humanidad en un modelo; jóvenes de todas las supuestas clases rivalizan en obedecer a los mismos patrones de consumo, aunque ello los precipite en la depresión o en el crimen. Cada vez es más difícil advertir diferencias ideológicas de esos grandes conglomerados. En muchedumbre, los seres humanos parecen pensar igual, soñar igual, querer lo mismo; y hace tiempo ya que el paradigma de la civilización no parecen ser los bellos, sabios, fuertes y diestros Leonardo da Vinci o León Battista Alberti, sino esos modelos de revistas de quienes nadie sabe cómo piensan, ni si piensan, pero de quienes siempre se sabe qué consumen: qué autos, qué perfumes, qué teléfonos celulares, qué marcas de ropa, qué licores.

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¿Responde realmente hoy la gente a una ideología de clase? Es más fácil ver gremios, oficios, grados de información, niveles de educación, regiones, familias. Borges, a quien le gustaba irritar a los clasificadores, pero también invitar a la reflexión, solía decir que en este mundo lo único que hay son individuos. “Sólo los individuos existen”, escribió con clásica ironía, “si es que existe alguien”.

Lo cierto es que pareciera que vemos a la democracia colapsando, no como en otro tiempo bajo el poder de los fusiles, bajo la fulminación de los golpes de Estado, sino deshaciéndose bajo intereses particulares: de sectores, de grupos, de individuos. Monopolios, terrorismo, corrupción. Mientras por un lado cunde la abstracta entronización del individuo, a menudo advertimos que ese individuo que tanto se defiende y se canta en eslóganes y jingles no es más que un señuelo de la industria y del comercio para hacernos creer que somos los reyes si consumimos lo que nos venden y si obedecemos lo que nos mandan. Es la ingeniosa dictadura de unos ventrílocuos que nos hacen creer que somos nosotros los que hablamos, que somos el objeto último de las preocupaciones de la maquinaria cósmica, cuando en realidad no somos más que tuercas y tornillos de un leviatán electrónico que extiende sus tentáculos sobre toda cosa.

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De Tiberio a Berlusconi, Italia bien puede servirnos para ejemplificar el proceso que han seguido las envanecidas sociedades modernas. Creyeron haber alcanzado el cielo del individualismo, del confort, del estado de bienestar, y de repente se descubren en poder de unas mafias que no siempre son clandestinas: mafias de la información y la comunicación, del monopolio, del entretenimiento y la publicidad. Y no sobra añadir que tales inventos no son recientes: iglesias y partidos políticos pulieron en otro tiempo el patrón de esos poderes antidemocráticos.

De repente, en El País de Madrid, Mario Vargas Llosa, adorador de la sociedad de libre mercado, ha puesto el grito en el cielo ante lo que llama la sociedad del espectáculo. “La cultura dentro de la que nos movemos –dice– se ha ido frivolizando y banalizando hasta convertirse en algunos casos en un pálido remedo de lo que nuestros padres y abuelos entendían por esa palabra. Me parece que tal transformación significa un deterioro que nos sume en una creciente confusión de la que podría resultar, a la corta o a la larga, un mundo sin valores estéticos, en el que las artes y las letras –las humanidades– habrían pasado a ser poco más que formas secundarias del entretenimiento, a la zaga del que proveen al gran público los grandes medios audiovisuales, y sin mayor influencia en la vida social. Ésta, resueltamente orientada por consideraciones pragmáticas, transcurriría entonces bajo la dirección absoluta de los especialistas y los técnicos, abocada esencialmente a la satisfacción de las necesidades materiales y animada por el espíritu de lucro, motor de la economía, valor supremo de la sociedad, medida exclusiva del fracaso y del éxito, y, por lo mismo, razón de ser de los destinos individuales”.

Hasta Vargas Llosa lo está descubriendo. Acaso acabará por comprender que las terrazas con reflectores que hoy detesta son necesaria consecuencia de los firmes cimientos que tanto venera. Él no querrá creerlo, pero hemos puesto nuestras vidas y nuestros sueños en manos de unos poderes fascinantes que nos embrujan y nos asombran, pero que también amenazan con ahogarnos.

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