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Despertar la memoria de la ciudad

William Ospina

20 de febrero de 2010 - 11:59 p. m.

LA ESTADÍSTICA DICE QUE SON OCHO millones de habitantes, pero lo que hay que decir es que Bogotá son ocho millones de destinos.

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La mayor parte de ellos no nacieron en esta ciudad donde habitan. Fueron llegando en oleadas, a veces atraídos por el imán de la metrópoli, pero sobre todo expulsados por la marea roja de los desplazamientos, el horror desalmado de la violencia de los años cincuenta y el horror escalofriante de las violencias últimas.

Siempre desconocidos, casi no habrán tenido la oportunidad de tomar conciencia del magnífico escenario geográfico que ocupa la ciudad, de los espejos de su memoria, de su vistosa diversidad humana.

Pocas ciudades del mundo pueden mostrar un espacio geográfico tan sugestivo. Bajo la enormidad de los páramos que la surten de agua y de oxígeno, a la sombra larga de los cerros, y extendiéndose por una sabana de fertilidad increíble, esta región fue hace milenios una inmensa laguna, y todavía conserva humedales riquísimos, a donde llegan todavía desconcertadas las especies migratorias que miden a golpe de ala de sur a norte todo el hemisferio.

El surco de agua que cruza la sabana, esta antigua región de la vida, es hoy uno de los más envilecidos del mundo. Hace décadas los diarios sorprendieron al mundo con una noticia surrealista: el Bogotá era el primer río planetario en incendiarse por un trayecto de varios kilómetros. “El río en llamas” resulta un título increíble. Hoy es una sentina y todos debemos saberlo, porque para que ese tesoro natural pueda renacer algún día no basta poner costosas plantas de tratamiento donde desembocan las aguas tributarias: es necesario poner plantas de tratamiento en las cabezas de los ciudadanos, que aportan sin tregua sus desechos y sus detergentes, su papel y su plástico.

Los dueños de las curtiembres envilecen con ácidos y elementos pesados la parte alta de su trayecto, pero después la ciudad vierte en el río los desechos de la industria, el detritus de sus dos millones de hogares, y ese miasma resbala entre espumas negras hacia el antiguo templo del Tequendama, y se va saltando entre piedras a depravar las aguas del Magdalena.

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Hay quien dice que nadie le ha cantado a Bogotá. Y hay quien atribuye esa desgracia al hecho de que los cantores y los poetas no han sido felices en ella. García Márquez afirmaba que Bogotá es un lugar donde está lloviendo desde el siglo XVII, y declaró alguna vez que en él era imposible el amor. Pero los cantores no necesitan ser felices para cantarle a una ciudad. Ahí está París: en el sucio siglo XIX los poetas desdichados le ofrecían sin tregua canciones y poemas. “Arrastra triste Sena tus olas indolentes/ con un hedor malsano pasan bajo tus puentes/ muchos cuerpos sin vida bajo la niebla gris/ a cuyas almas tristes hizo morir París”. Esos versos de Verlaine son buena prueba de que no es indispensable que una ciudad nos haga felices para que la amemos.

Pero sí es indispensable que nos permita sentirnos parte de ella, identificarnos con su historia, con sus leyendas y sus mitologías. Más que un tejido de calles e industrias, de edificios y servicios, una ciudad es una mitología, una región de encuentros y expectativas, una nerviosa red de destinos, un escenario único para la aventura de vivir.

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Necesitamos conocerla y reconocerla. Que nos haga sentir parte de su sueño y de su memoria. Es urgente que las artes nos ayuden a recuperar esa memoria perdida, las leyendas que duermen en sus calles y sus parques, el relato escondido bajo las losas de la modernidad. Convocar a la fiesta de la diversidad humana que hoy es el laberinto de la ciudad planetaria. Hace cincuenta años nuestras ciudades estaban llenas sólo de sus paisanos, hoy las llena Colombia, y progresivamente también el mundo.

Los mitos y las edades, la estética callejera, los personajes legendarios, la memoria artística y arquitectónica, la laguna milenaria, el pasado prehispánico, los páramos, los cerros, el río, los discursos de Gaitán y la partida de los virreyes, los fantasmas coloniales y el agua de los páramos, los suspiros de Silva y el hachazo en la frente de Uribe Uribe, los Derechos del Hombre y la llegada de la imprenta, los amores de Bolívar y Manuela, las láminas de Mutis, los Mártires de la Reconquista, los duendes de Rafael Pombo y las serenatas de Julio Flórez, los aparatos de Humboldt y la tertulia de los artesanos, las mulas del tranvía y los poemas de Martinón, las levitas de los gramáticos y las estampas de los fotógrafos, la Guerra de los Mil Días y los versos del Automático, el robo de la Espada y las llamas del Palacio de Justicia, la chicha y los cachacos, el fusilamiento de la Pola y las pedreas de los estudiantes, el tamal y el ajiaco, las bombas y las peregrinaciones, los discursos de Caro y la belleza de Bernardina Ibáñez, los conciertos de Ivo Pogorelich y las rosas de Doris Salcedo, el entierro de Pizarro y el entierro de Garzón, el suicidio de Arabella Arbenz y los poemas de Aurelio Arturo… ¿qué es la ciudad si no ese coro de sueños, esa bruma de mitos, esos cielos en llamas?

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