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Muchos grandes autores nunca son tenidos en cuenta por el premio Nobel de Literatura. No llegan jamás a la consideración del jurado, no son postulados por nadie, no llegan a ser traducidos a tiempo a una lengua que los haga visibles. Otros son rechazados tras haber sido candidatos.
Es interesante saber a cuál de esas categorías pertenecen clásicos no premiados como Tolstoi, Rubén Darío, Apollinaire, Kafka, Proust, Joyce, Virginia Woolf, E. M. Forster, Chesterton, Rilke, García Lorca, Robert Frost, Robert Graves o Jorge Luis Borges.
Ahora, después de cincuenta años, se hacen públicas las deliberaciones del jurado, y por eso acabamos de enterarnos de lo que ocurrió en 1961, cuando el Premio Nobel le fue concedido a Ivo Andric, y le fue negado a otros escritores de primer orden: Lawrence Durrell, Alberto Moravia, Robert Frost, Graham Greene y John Ronald Reuel Tolkien.
El rechazo de este último ha causado cierto debate en los medios internacionales, porque no se sabía que hubiera sido candidato al premio. La sorpresa es normal si se piensa que entonces Tolkien casi no existía para la literatura mundial. Había publicado sus libros El Hobbit y El señor de los anillos, pero estaba lejos de tener que convertirse en uno de los autores más renombrados de la historia. (Ya ese hecho de una celebridad que llega mucho después de la publicación de los libros es un fenómeno interesante de la literatura). Lo enigmático es que alguien lo haya propuesto antes de convertirse en un best-seller, antes de que sus minuciosas y polémicas mitologías se apoderaran de la imaginación de las nuevas generaciones.
Tolkien es un caso complejo. Como los jurados del Nobel, grandes críticos lo rechazan por la sencillez de su prosa, la simplicidad de sus argumentos, la falta de complejidad de sus personajes y el moralismo evidente de sus tramas: por sus ejércitos de elfos bellos, buenos y sabios enfrentados a ejércitos de orcos monstruosos, oscuros, malvados y bestiales; por esas razas homogéneamente buenas o malignas y por la supuesta puerilidad de sus personajes centrales, los hobbits, diminutos, afables, abnegados e ingleses, que toman cerveza y comadrean chismes de aldea mientras sobre ellos se encrespan las tempestades y recrujen las profecías.
Y desde ese punto de vista los críticos tienen razón, porque el simpático y católico Tolkien parece apenas un urdidor de fábulas morales, que nutrió su mundo de viejas sagas nórdicas y de mitos germánicos, que convirtió al errabundo Odín del cantar de los Nibelungos en el mago Gandalf, a la espada de Sigfried en la espada de Bilbo y la invisibilidad que daba la capa de los dioses en la invisibilidad que brinda el anillo del poder; alguien que tomó de los viejos Skaldos hasta el nombre de su saga, porque El señor de los anillos es la metáfora que usaron hace siglos los poetas de Islandia para llamar al Rey.
Pero Tolkien es mucho más que eso, un constructor de mundos, de vastas panorámicas, de genealogías, de cosmogonías y de lenguajes, que logra transmitir en sus fábulas el sabor de la leyenda, del heroísmo y del milagro, cuya minuciosa descripción de la naturaleza fascina y atrapa, y en cuyos libros la magia logra ser vívida y perturbadora. Hay mucho que rechazar y mucho que amar en él, y tiene a su favor la amistad fervorosa de muchos jóvenes, la devoción de los amigos de la fábula y de la fantasía.
Tal vez no lo habrían rechazado tan agriamente si su candidatura se presentara en estos tiempos, cuando sus libros han sido devorados por millones, y de ellos se han hecho películas, y se ha formado un género de imitadores suyos con toda clase de anillos mágicos, razas misteriosas y mundos fantásticos. Pero conviene recordar que la fantasía no es el único género que la Academia sueca se niega a considerar: nunca ha tomado en serio la literatura policiaca, ni la literatura de terror, ni la ciencia ficción, y por ello probablemente nunca fueron tenidos en cuenta ni Chesterton, ni Lovecraft, ni Ray Bradbury.
Todavía estarían en condiciones de corregir ese error premiando a Bradbury, sin cuya obra resulta inconcebible el siglo XX, y que no es un autor de obras de chatarra electrónica y aventuras de gravedad cero, sino un melancólico crítico de la modernidad, un soñador de mundos límpidos y un artífice de tramas impecables.
Pero aquel mismo año de 1961 los jurados Nobel estaban bien agrios en sus juicios. A Moravia lo acusan de “monotonía general”. Y si a Lawrence Durrell, cuya obra, El cuarteto de Alejandría, ha sido la educación sentimental de varias generaciones, lo rechazan por su “preocupación monomaniaca con complicaciones eróticas”, ¿qué no habrían dicho de un amigo suyo, otro clásico imprescindible, el lascivo, exuberante y refinado estilista Henry Miller?
Sabemos, ay, que ese mismo año dejaron por fuera a Graham Greene, a Karen Blixen, cuya obra, Lejos de África, aún hace soñar a las generaciones, y a Eduard Morgan Foster, a quien consideraron con poca generosidad “una sombra de sí mismo”, aunque hubiera ofrecido obras maestras tan bellas como Howard’s End. Finalmente, no honra a la Academia, o al menos al jurado que expresó esa opinión, que se rechazara “por su avanzada edad” a Robert Frost, uno de los mayores y más firmes poetas de América.
Tolkien, Durrell, Frost, Greene, Forster… Tolstoi, Kafka, Rilke, Proust, Joyce, Borges: todos se dieron el lujo de no necesitar el Premio Nobel. Los ha acompañado una luz más brillante, que no siempre acompaña a los premiados: el amor de los lectores.
