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¿HABRÍA ATACADO AL QAEDA A LOS Estados Unidos bajo el gobierno de Bill Clinton? Se diría que sí, ya que el ataque a las Torres Gemelas venía siendo preparado de tiempo atrás, y Bush sólo llevaba un año en la presidencia cuando ocurrió.
¿Habría declarado Al Gore la guerra a Irak bajo la histeria y la angustia que siguieron al gran desastre? Probablemente el presidente demócrata habría resistido mejor las presiones de los generales y las conspiraciones de los petroleros. ¿Qué habría pasado si un golpe judicial no inclina la balanza a favor de George Bush, que tuvo una menor votación popular? Seiscientos mil muertos civiles que pudieron salvarse son una de las consecuencias de esas filigranas de la historia, pero no son la única. Asombra pensar que unos cuantos votos de más o de menos, unos cuantos escrúpulos en unos jueces, pueden cambiar el perfil de una época.
Nunca sabremos si hay algo inexorable, cuál es la parte de la voluntad y cuál es la dosis de azar que intervienen en los acontecimientos históricos. Un primer hecho maligno precipita otros y la fatalidad va encadenando sus consecuencias. Sin la guerra de Irak, los Estados Unidos no habrían tenido un gasto tan monstruoso de recursos como el que asumieron en estos años. Esos recursos, que dinamizan unos sectores de la economía, son reservas públicas que en nombre de la seguridad se privatizan. Pero a la guerra se suma la corrupción, a los gastos, los negociados; a la sed de justicia, la degradación moral; a la obsesiva preocupación por el frente externo, el descuido de los asuntos domésticos. El país empantanado en dos guerras no fue siquiera capaz de responder al ataque de una tempestad; enredado en la corruptela de los burócratas, fue perdiendo la capacidad de controlar su propio sistema financiero.
La pésima política exterior, las vanidades delirantes de la guerra preventiva, la actitud de pocos amigos con todo el que atreve un desacuerdo, fueron aislando a los Estados Unidos en estos ocho años. Pero si algo se puede decir de George Bush y de sus halcones es que todos los problemas que han tenido que capotear en su gobierno fueron inventados o alimentados por ellos mismos. Terminaron encerrados en el toro de tormentos que le vendían al mundo.
Y hay que ver el escenario que esos gobernantes les dejan a sus propios ciudadanos en estos ocho años increíbles: la guerra de Afganistán, la guerra de Irak, la hostilidad generalizada del mundo islámico, la tensión con Corea, el conflicto con Irán, la pérdida de influencia sobre el polvorín de Pakistán, la tensión con Venezuela, la tensión con Bolivia, la pérdida de influencia sobre Latinoamérica, la debilidad del dólar, el aumento dramático de los precios del petróleo, la oleada de demandas por malos manejos en la reconstrucción de los países que previamente destruyeron, la lista creciente de sus propios soldados muertos, los cientos de miles de civiles sacrificados y la estela de odio que los sigue, la evidencia de que el peligro terrorista no ha sido desmontado, la erosión incesante de su prestigio a nivel mundial, la degradación de unas invasiones militares justificadas con mentiras y perpetuadas con crímenes.
El mundo entero está necesitando un cambio profundo en los Estados Unidos, pero los ciudadanos de ese país son los únicos que no parecen darse cuenta de lo que ha pasado. Todavía se demoran en el umbral de las catástrofes, sin entender la magnitud de los problemas que afrontan, sin entender el monstruoso error de sus guerras y el peso suicida de una administración que comprometió por décadas el bienestar de sus electores.
Porque todas esas cosas iban llevando a los Estados Unidos hacia una crisis de proporciones incalculables, pero ahora la crisis ya está a las puertas. El ataque de unos locos suicidas contra las Torres Gemelas fue un juego de niños al lado de los daños que el gobierno de George Bush le ha causado a su propio país. Ahora, de repente, mientras renacen las tensiones con Rusia, que parecían tan sepultadas como el siglo XX, todo el sistema financiero, debilitado en sus controles y contagiado de la misma falta de escrúpulos que carcome al gobierno, parece a punto de desplomarse y exige a la nación nuevas y cada vez más desesperadas soluciones.
El presidente Bush, pregonero mayor del principio de no intervención del Estado en la economía, predicador del dogma de imperio absoluto del mercado, se ve de pronto obligado a convocar a una cruzada para salvar el sistema financiero sacrificando las reservas de los ciudadanos. Como suele pasar en estos casos, la situación es tan urgente que ni siquiera deja espacio para discutir las causas de la crisis, pero todo el mundo las sabe. Y el problema es de tales proporciones que los propios expertos no están seguros de que una intervención de setecientos mil millones de dólares de las arcas públicas logre salvar al sistema de su quiebra.
Hace muchos meses era evidente que los Estados Unidos sólo podían escoger entre la derrota y la catástrofe. Ahora parece que ni siquiera esa disyuntiva les será concedida. Y todavía por momentos el gran país, como un gigante ciego, parece vacilar entre salir del laberinto o perderse aún más en él. Increíblemente John McCain, el continuador de las políticas de George Bush, todavía parece tener cierta opción de ser elegido como nuevo presidente, a pesar de sus contradicciones, a pesar de su falta absoluta de soluciones para una crisis tan enorme, a pesar de Sarah Palin. Es como si el electorado de los Estados Unidos, viendo llegar a los candidatos que solicitan sus votos, les preguntaran con apremio: “¿Está seguro, señor candidato, de que lo que nos ofrece sí es lo peor?”.
