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El arte de gobernar

William Ospina

26 de junio de 2010 - 08:00 p. m.

TODOS LOS DÍAS ES NOTICIA, PERO sigue siendo un hombre sereno y equilibrado.

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Un día está arrodillado en una playa de la Florida, tocando la mancha de petróleo que oscurece a su país y amenaza a su gobierno; otro día está destituyendo al comandante de la guerra de Afganistán, general McCrystall, por discrepar en público de las órdenes del poder civil; después estará invitando a una hamburguesa en un restaurante de comida rápida, cerca de su oficina, al presidente Medvedev de Rusia. No sólo sabe gobernar: conoce bien su condición de figura mediática, que sabe que está asumiendo decisiones de Estado y ejerciendo el poder por igual cuando almuerza, cuando anuncia destituciones, cuando se arrodilla.

Es notable el modo como este hombre ha asumido el desafío de gobernar a su país en uno de los momentos más dramáticos de su historia. Ser capaz de controlar el legado del más impopular y más odiado presidente de los Estados Unidos, de un hombre deplorable que dejó a su país hundido en dos guerras, en un conflicto cultural con toda una civilización, en una crisis económica de proporciones inauditas y en la sima del desprestigio planetario, y hacerlo con la serenidad y el buen gusto con que Barack Obama lo hace, casi lo reconcilia a uno con la idea del político, tan desprestigiada en nuestro tiempo.

Para Barack Obama la tarea ha sido harto difícil. Ni siquiera podemos augurarle que vaya a tener éxito al cabo de sus cuatro años de gestión. La maraña de las guerras del Medio Oriente es inextricable: es de dudar que sus ejércitos puedan salir de Irak con alguna dignidad, sin irradiar el sentimiento oprobioso de una derrota histórica, pero sobre todo es casi imposible que la guerra de Afganistán termine bien.

Afganistán es menos un país que un conflictivo cruce de caminos, y lo único positivo que pueden sacar de esa aventura los Estados Unidos es la lección de que el mundo es misterioso y desconocido, de que hay odios antiguos, dioses impenetrables, orgullos indomables, otras maneras de sentir, de mirar, de respirar, de entender la vida y la muerte. A un país superficial y egoísta como los Estados Unidos, prepotente e ingenuo, tal vez le conviene ese aprendizaje, porque la escuela de la austeridad, de la adversidad y de la humillación también enseña cosas esenciales.

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Pero quién sabe qué pasará con esos jóvenes soldados que están aprendiendo desde hace ocho años que el mundo no es un electrónico mecanismo de juguetería, que el mundo no está dividido, como les enseñaron, en ganadores y perdedores, sino a veces en ganadores que no tienen nada que ganar y perdedores que no tienen nada que perder.

Barack Obama sabe más de esas cosas que muchos de sus conciudadanos, y por supuesto infinitamente más que el trivial y obsceno George Bush, ese fantoche en llamas a quien desdibuja el desierto, esa cosa borrosa que hace tan poco tiempo parecía encarnar el inapelable poderío del mundo. Este muchacho negro hawaiano, el hijo de Kenia, el adolescente indonesio, el bachiller mulato que ha remontado la escala a punta de serenidad y de mérito, es un ser mucho más complejo y mucho más humano, y merece que le deseemos suerte en su atrevida misión de salvar a su país del mundo, y acaso de salvar de su país al mundo.

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No hay mayor amenaza para todos que el poder en manos de la arrogancia irreflexiva, de la prepotencia ignorante y de la codicia irresponsable. Por eso es bueno ver que la serenidad reflexiva destituye al general que, teniendo tan graves responsabilidades, deja ir la lengua con frivolidad en una entrevista, de cara a millones de personas. Y ver que la sencillez lúcida invita al presidente de una potencia rival a un sencillo almuerzo de amigos. Y ver que el generoso sentido de responsabilidad se arrodilla sobre las arenas y toca con sus manos la mancha terrible que amenaza con ahogar un mundo. Porque su pueblo tiene que saber que el gobernante está ahí. Que no ha perdido el control, que no se ha extraviado en la ilusión del poder, que no ha escondido su cabeza en la arena.

La historia va a seguir pasándole cuentas de cobro a los Estados Unidos y al modelo de civilización que nos ha vendido a plazos a todos los humanos. Al basurero industrial, al arsenal irresponsable, al ideal de la opulencia. Pero qué bueno que el otro costado de ese país, tan inventivo, tan laborioso, tan sencillo, sepa reaccionar también con un brusco sentido de la oportunidad, y buscar en sus complejas entrañas las virtudes que hay que saber oponer a las fuerzas del caos.

Mientras la guerra se empantana, mientras la crisis se ahonda, mientras la vena rota del petróleo ennegrece las costas, mientras el yuan se fortalece, sólo podemos repetirle: buena suerte, presidente Obama.

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