HACE CINCO AÑOS EL PRESIDENTE George Bush anunció al mundo desde lo alto de un portaaviones la victoria en la guerra de Irak y el fin del conflicto.
Tal vez inspirado por ese ilustre ejemplo, un asesor de la Presidencia de la República de Colombia ha escogido a Washington como el escenario ideal para anunciar que el conflicto colombiano ha terminado, y que ahora enfrentamos solamente los desafíos del posconflicto.
Ojalá eso no signifique que el posconflicto colombiano se va a parecer al posconflicto irakí, ya que la historia dolorosamente nos muestra que después de aquella declaración de Bush siguió lo más encarnizado, salvaje y anárquico de la guerra de Irak, y que su resultado final no es precisamente lo que Bush habría querido. Es el problema de seguir los malos ejemplos.
Aunque nada deseamos más los colombianos que el fin de la guerra y la desaparición de una guerrilla despiadada que mantiene personas cargadas de cadenas en el fondo de la selva, que sólo profesa el odio y la arbitrariedad, y que nunca ha aportado nada a la solución de los problemas de Colombia, estamos lejos de pensar que esa derrota ya haya ocurrido, y muchos creemos que una solución política será la única verdadera y permanente para este conflicto que aqueja a Colombia desde hace cuatro décadas. Pero aún si admitiéramos que la derrota militar es el único camino viable, creo que esas exultaciones triunfalistas tienen más de publicidad que de alta política.
El asesor presidencial no se ha limitado a llevar a Washington tan buenas noticias: anunció también que los tres millones de desplazados colombianos en los que las naciones ven uno de los dramas humanitarios más graves del mundo contemporáneo ni siquiera son desplazados sino apenas “migrantes”. Se diría que estuvo a punto de llamarlos turistas, pero que lo detuvo la certeza de que esos apacibles “migrantes” no lo serán por poco tiempo.
Según el asesor, Colombia ha comenzado por fin una nueva era, sin guerrilla, sin paramilitares, sin desplazados, sin asesinatos de sindicalistas, e incluso ya sin memoria de genocidios como el de la Unión Patriótica, todo un movimiento político exterminado con el argumento de que era un partido en armas contra el Estado. (En sus curiosas declaraciones el asesor niega la existencia del conflicto precisamente con el argumento de que para que el conflicto exista se requeriría que hubiera en Colombia un partido en armas contra el Estado).
Al asesor no le parece necesario esperar a que las Fuerzas Armadas terminen de derrotar a la guerrilla: siente urgencia de ir a pregonar la victoria; no le parece prudente esperar a que la justicia investigue si es verdad que los paramilitares se están rearmando o que hay bandas emergentes llenando el vacío que los paramilitares dejaron: considera oportuno ir a proclamar que nada de eso existe. Añade en tono burlón que los sindicalistas se están muriendo pero de muerte natural; y finalmente deja la impresión de que la política estatal de asistencia a los desplazados es un absurdo error dada la inexistencia del fenómeno.
Uno se pregunta cuál será el propósito de esos despropósitos. Cuesta creer que el Gobierno esté desconfiando tanto de sus propios resultados que tenga que recurrir al expediente ingenuo de cambiar informes comprobables por propaganda hiperbólica, transmitida por uno de sus voceros más parciales, por el que goza de menos credibilidad entre los círculos donde le convendría abrir camino a sus tesis.
¿Gana algo el Gobierno negando la gravedad y la urgencia de los problemas que enfrenta? ¿Calcula que esa desinformación obrará a su favor en la pugna de vísperas de las elecciones norteamericanas? ¿Tiene el candor de creer que los funcionarios estadounidenses y los congresistas demócratas que exigen resultados en la defensa del sindicalismo, a favor de las víctimas y en contra de la corrupción, ponen a depender su criterio de los propagandistas que Colombia les envíe?
Nuestros gobernantes suelen dividir al mundo exterior en dos partes: los que les creen y los que están mal informados. Cada vez que un resultado les es adverso, acostumbran desconfiar del resultado. Si las cifras de pobreza no son las esperadas, no hay que cambiar la pobreza sino las cifras; si los informes de cultivos ilícitos son adversos, no hay que cambiar la realidad de los cultivos sino a las firmas que hacen los informes; y si los gobiernos o los líderes de otros países tienen una interpretación diferente acerca de nuestros males, hasta terminan acusándolos de estar con el enemigo. Ni Sarkozy, ni Hillary Clinton ni Al Gore ni el gobierno suizo se salvan del reproche de estar mal informados, cuando no de estar aliados con los bandidos de las selvas de Colombia.
Es posible que en cinco meses el nuevo huésped de la Casa Blanca sea alguien más interesado que el actual en estos temas del paramilitarismo, el desplazamiento y la situación de los sindicalistas, y equivale a subestimarlo no ofrecerle información objetiva sino propaganda falta de sutileza.
Dado que ha habido avances reales contra la guerrilla, avances significativos contra los paramilitares, tal vez algún esfuerzo serio frente al tema del asesinato de sindicalistas y de la asistencia a los desplazados, es un error enviar vanidosas proclamas de victoria, no ratificar el compromiso del Gobierno con el tema de los sindicalistas sino negar que los problemas existan, no asumir con responsabilidad el tema del desplazamiento sino incurrir en la frivolidad de cambiarle de nombre. Un discurso tal está hecho para crear desconfianza, no sólo en la idoneidad del Gobierno para enfrentar esos problemas sino en su seriedad e incluso en su sensibilidad.
El discurso del asesor es una deplorable muestra de frivolidad y de arrogancia. Sólo le faltó decir que ya no hay coca ni narcotráfico, que ha comenzado el reino milenario. Yo soy muy escéptico de los logros de este gobierno, pero no tanto como para creer que necesite ir a decir mentiras pueriles ante auditorios de cuya inteligencia más vale no dudar.