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HAY DIRECTORES QUE SOSTIENEN que el cine ha dependido demasiado de la literatura y llaman a la insurrección contra la tiranía del relato.
Según ellos, el cine no ha asumido sus desafíos específicos, su capacidad de construir un lenguaje que no sea tributario exclusivo del lenguaje verbal, de sus frecuencias lógicas y cronológicas. Y es verdad que en estos tiempos todos los lenguajes del arte, incluida la poesía, han tratado de emanciparse de muchas tradiciones.
La pintura se aventuró a renunciar a la representación del mundo físico, a la nitidez, la figuración, el equilibrio y la armonía. Fue impresionista, puntillista, expresionista, salvaje, ingenua, abstracta, cubista, surrealista. La poesía procuró renunciar a lo narrativo, a la metáfora, al sentido evidente, a la musicalidad explícita, a la elocuencia, a la cadencia, a la ornamentación, a la emoción. Buscó construir puros mecanismos verbales, frustrar expectativas, jugar con lo meramente sugerido y hacer versos espasmódicos, silenciosos, balbucientes o, mejor aún, no hacer versos. Fue parnasiana, simbolista, ultraísta, surrealista, creacionista, dadaísta.
También el cine tendría derecho a explorar sus propias posibilidades, lo puramente visual, sinfonías del color, deformaciones de lo real, creación de mundos paralelos, aventuras de lo simbólico o de lo abstracto. Sin embargo, ni la pintura, ni la poesía, ni el cine, podrían anclar en unos cuantos experimentos. Éstos forman parte de su libertad, de la exploración de sus recursos, pero difícilmente esas artes podrán renunciar a las destrezas y las sabidurías adquiridas. Basta leer Mímesis, de Erich Auerbach, para ver cómo la literatura se complace en rastrear sus hallazgos a lo largo de las edades, en qué momentos de la historia fueron apareciendo los recursos que le han permitido representar la realidad o inventar una lo bastante verdadera o verosímil para los fines del relato.
Así aprendemos que Homero descubrió el arte de abrir paréntesis para regresar en el tiempo y encontrar la génesis de los hechos que narra, fiel a la antigua verdad de que “donde hay una cicatriz hay una historia”; que Petronio inventó cómo hacer que los propios personajes sean los narradores y nos hablen desde el interior del relato; que La canción de Rolando y La divina comedia desarrollaron el arte de hacer avanzar el relato escogiendo los cuadros más significativos que permiten hilvanar una historia.
Sería absurdo que la pintura, un arte varias veces milenario, renunciara a sus sabidurías y sus técnicas y lo apostara todo a un indefinido recomenzar de cero. Sería demencial que la literatura borrara de un codazo la inmensidad de su tradición y la infinitud de sus recursos y se aplicara a balbucir o callar para siempre. Por eso las aventuras de las vanguardias, y las supersticiones de esos críticos que cada cierto tiempo decretan el deceso de los géneros, la muerte de la pintura, o de la escultura, o de la poesía, o de la novela, no son más que momentáneas muestras de candor, o desplantes triviales para desconcertar a los distraídos.
Tampoco el cine renunciará a sus conquistas. Es más, en los últimos tiempos ha desarrollado recursos que le permiten ser más literario que nunca. Si algo parece demostrar la polémica versión de Tim Burton de Alicia en el país de las maravillas, es que la técnica está en mejores condiciones que nunca de llevar a la pantalla las obras más fantásticas de la literatura. Hace muchos años, viendo Las mil y una noches, de Pasolini, sentí que el director no había logrado captar la magia singular y la fantasía que llenan esos relatos. Su aplicado realismo hacía de las Noches más bien una variación del grato pero limitado erotismo del Decamerón; y las joyas de la imaginación que abundan en las páginas del libro oriental se perdían por completo. Lo mismo he sentido viendo versiones del Quijote, de la Biblia y de tantos autores en los que lo central es la poesía.
Hollywood nos infligió recientemente una versión modernizada de La Ilíada en la que han desaparecido los dioses, quizás para seducirnos con la indigente teoría de que todo puede ser explicado con técnicas psicoanalíticas o antropológicas. El cine suele fracasar con lo fantástico y con lo poético, y esa es tal vez la razón por la cual las obras de García Márquez no han tenido fortuna cinematográfica: hay algo delicado y sutil del lenguaje que se pierde en esas representaciones tiranizadas por el realismo, donde los personajes son demasiado de carne y hueso.
La carne y el hueso tal vez basten para las novelas de Faulkner o de Steinbeck, pero son insuficientes para darnos la plenitud de La Divina Comedia o del Cantar de los Nibelungos, del Quijote o del Vatek de William Beckford, de la Odisea o de Juan Rulfo. ¿Cómo entender las guerras entre el cristianismo y el Islam sin ver a San Miguel Arcángel batiendo sus alas de piedra y a Mahoma recorriendo sobre la estrella de la tarde los jardines de pavos reales, caminando entre los árboles, más alto que los árboles, y convocando a sus “genios y gigantes múltiples de alas y de ojos”, como lo muestra el poema Lepanto de Chesterton? Bien se sabe que para representar a Afrodita no basta la estampa de Angelina Jolie, ni para representar a Dulcinea del Toboso ver a Penélope Cruz cruzando los corrales.
La gracia estética, a la que llaman dirección de arte los estudios, es definitiva. Si bien Tim Burton no ha alcanzado toda la magia de Alice in Wonderland, y si bien lo más débil de su obra es lo que él ha añadido, al menos hay que reconocer que el clima mágico de Lewis Carroll está recuperado de un modo espléndido y que ya casi estamos en condiciones de ver en cine el descenso de Dante por el Infierno o de hacer un viaje por las mitologías que no naufrague en las fealdades de Furia de Titanes o en el rudimentario realismo de Troya.
