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El circo de Calder

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William Ospina
13 de junio de 2009 - 05:45 a. m.
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ORGANIZÓ ALEXANDER CALDER EN París, en 1926, cuando tenía 28 años, una temporada de circo a la que iba invitando a muchos de sus amigos, sobre todo escritores y artistas como Jean Cocteau y Pablo Picasso.

Hizo un león de trapos y flecos y a su lado un domador de alambre, junto a una caja de madera pintada como jaula de fieras. Hizo un elefante con patas de trozos de madera y una larga trompa de caucho. Hizo un tragador de espadas con algodón y con telas. Hizo un bufón travieso de cabeza móvil que llevaba superpuestos sacos de distintos colores. Hizo un perrito cuyas patas eran mecanismos rodantes. Hizo un levantador de pesas de alambre articulado y a sus pies una pesa de palo y de goma. Hizo un arrojador de hachas con varias hachas de hojalata a su lado, y al frente una desvalida muchacha de circo convertida en blanco. Hizo trapecios y cuerdas flojas, y en ellos equilibristas y trapecistas y funámbulos ensamblados con materiales de desecho. Hizo un toro con altos cuernos de metal y un vaquero con grandes pantalones de hilos de lana y una soga en la mano. Hizo carros articulados tirados por caballos. E hizo por supuesto una arena circular en la cual se proponía exhibir aquellos resultados de su jubilosa vocación de jugar como un niño.

Todos esos objetos conmovedores de inocencia y de ingenio forman parte de la exposición que se muestra esta temporada en el centro George Pompidou de París, al lado de una emocionante retrospectiva de la obra de Vasily Kandinsky, llena de revelaciones para el espectador curioso y capaz de disfrute.

La muestra de Calder contiene también una gran cantidad de piezas escultóricas de su primera época parisina; buena parte de ellas, figuras hechas con alambre que son una prueba de su extraordinario talento como dibujante en tres dimensiones. Púgiles, contorsionistas, vacas, perros, caballos; una traviesa representación de Rómulo y Remo en alambre junto a una loba escuálida; retratos de algunos personajes de su tiempo, y una serie de espléndidas figuras inspiradas en la cantante Josephine Baker, la sensación del momento, lo mismo que algunos de los primeros experimentos de equilibrio que lo llevarían a la invención de los móviles, que son su aporte más famoso a la historia del arte.

Viendo todo esto recordé el magnífico ensayo que Jean Paul Sartre escribió sobre Calder en su revista Los Tiempos Modernos, donde afirma que Calder no es un escultor, porque no imita el movimiento sino que lo crea, y donde lo pinta como un demiurgo en su taller echando a andar el mecanismo animado y casi autónomo de sus objetos mágicos, a los que el filósofo llama “pequeñas fiestas locales”. En ese ensayo Sartre termina diciendo que las obras de Calder son objetos que están a mitad de camino entre el arte y la naturaleza, y pone en su argumentación como un toque metafísico al decir de esa gran naturaleza que “derrocha el polen y produce de pronto en vuelo de mil mariposas”, y que de ella es imposible decir “si se trata apenas del encadenamiento ciego de las causas y de los efectos, o del desarrollo tímido, incesantemente frustrado, retrasado, de una Idea”.

Pero ya que el circo de Calder no consistía sólo en la suma de figuras circenses inventadas por el travieso artista norteamericano con materiales deleznables y delicadeza exquisita; ya que Calder lo que se proponía y lograba era realizar una función de circo completa, paso a paso y número tras número, la exposición está acertadamente complementada por la película que hizo sobre él Jean Painlevé en 1955, cuando el circo llevaba casi treinta años de funciones a ambos lados del Atlántico. Es posible ver un fragmento de esa película en internet, y vale la pena. Allí Calder pone en acción uno tras otro los ocurrentes mecanismos de su ingenio. Y viéndolo comprendemos que en él convivían dos seres distintos: un hombre afortunado que nunca dejó de ser niño, y un pensativo ingeniero que interroga la mecánica y la neumática, que calcula los pesos y los engranajes. Y es por ello que en sus manos pacientes el domador de verdad mete la cabeza en la boca del león y éste de verdad salta bajo el látigo, el hachero arroja sus hachas contra la desvalida muchacha, el perro avanza contoneándose, el bufón va siendo despojado de cada uno de los sacos que lleva puestos, y mientras tanto alza la cabeza y mira a ambos lados como si temiera ser visto por alguien, los equilibristas de verdad se sostienen gracias a sus plomos sobre la cuerda floja, el trapecista salta de un trapecio y se engancha en el otro, el tragaespadas se engulle su sable de alambre, y el pesista de verdad y en tres tiempos levanta su pesa ante los gritos de admiración de los asistentes. Calder hasta se permite hacer pausas entre número y número, y tocar la campana, para que su mujer cambie la alegre música de espectáculo que está haciendo sonar en el gramófono.

Da emoción y alegría ver a ese señor norteamericano ya entrado en años, de manos anchas y rostro de extrema concentración, que se tiende en el suelo y manipula con eficacia y con delicadeza los refinados juguetes de su industria. Que va pasando de un episodio a otro, que hace girar por la pequeña pista circular su caballo de sueños, que lleva una niña parada en su lomo, ante los aplausos de ese público que tuvo el privilegio de ver en acción el más mágico, el más ocurrente, el más infantil y acaso el más circense de todos los circos.

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