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El doctor Calle

William Ospina

19 de julio de 2014 - 10:00 p. m.

Cuando uno despertaba, él ya había escalado la montaña más alta. Cuando uno apenas pensaba en la India, él ya había ido y había vuelto, conocía los templos de monos y de tigres perdidos en la maleza frente al río, había sido discípulo de los médicos ayurvédicos, había ayunado junto al Ganges.

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Parecía sólo una persona pero era un ritmo vital, un sueño, una aventura. Yo nunca lo habría conocido, porque no sé la clave de las puertas que llevan a los otros, pero mi amiga Olga Lucía las conoce y, después de descubrirlo, quiso compartirlo conmigo. El doctor Calle era joven, o lo parecía, pero había estudiado en Rumania y después en Oriente. Era uno de esos médicos que no entienden la medicina como una profesión sino como un destino.

Ahora, visto en perspectiva, uno comprende que iba de prisa, que su tiempo era breve, que por eso lo hacía todo tan temprano. Fue Novalis quien dijo que nadie muere joven ni viejo, temprano ni tarde, sino cuando ha cumplido su ciclo o cuando ha terminado su aprendizaje.

No dejaban de atraparlo los deberes del mundo, pero es que esos deberes, a veces tiránicos, forman parte del aprendizaje. No sólo hablaba siempre del cuerpo y de la salud, sino de la relación del cuerpo con la naturaleza. “Hazte amigo de la linaza”, decía. Un día me llamó sólo para decirme que había descubierto que así como necesitamos una ducha después de despertar, también nos conviene tomar agua al levantarnos, una suerte de ducha interior. Hablaba con dulzura, con inocencia, y siempre parecía estar pensando.

Para él, como buen médico oriental, la medicina era la alimentación. Sabía que el mundo se había extraviado justo en ese momento en que la gastronomía y la medicina se separaron y se volvieron disciplinas distintas. A partir de entonces las sustancias dejaron de ser fuentes de salud y empezaron a convertirse en venenos. Lo importante es que Alfonso Calle pensaba con pasión y con originalidad, como tantos médicos amigos, filósofos de la vida cotidiana, vecinos de la antropología, de la literatura y del arte.

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Una vez fuimos con Alfonso y Olga Lucía al Perú, y visitamos Cuzco y Machu Picchu. El de él y el mío no podían ser viajes más distintos: yo estaba enfermo, él estaba lleno de salud; yo viajaba por la historia, él vivía el presente; a mí me daban vértigo los abismos del camino del Inca y los peñascos verdes de paredes totalmente verticales. Él caminaba, madrugaba, escalaba, corría, y venía a darnos informes de sus aventuras y de sus peligros. Me sorprendió que un viaje tan reposado como el mío fuera simultáneo de un viaje tan arriesgado y aventurero como el suyo. Comprendí que todos somos distintos y que viajando por el mismo mundo viajamos por mundos diferentes.

Parece que un día, estudiando los peligros que amenazan al planeta, descubrió el lugar de América que mejor podía resistir los peligros de la degradación del ambiente y del cambio climático: era la región de Tarija, en Bolivia. Y este hombre completamente instalado, que donde llegaba fundaba no sólo su casa sino su consultorio, su clínica, sus empresas, resolvió irse a Tarija. No porque pensara que el fin del mundo fuese inminente sino, ahora lo comprendo, porque sabía que allí había cosas que él tenía que aprender. No sé cuánto tiempo duró en esas tierras pero volvió a Cali, como vuelven los hijos verdaderos.

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Era un hombre incesantemente vivo y original. Como buen conocedor de la fisiología, no lo engañaba la estética. Sabía que algunas de las verdades más profundas no se pueden decir con palabras bonitas o circunloquios. Repetía, a su manera, la fórmula sabia de Terencio: “Mea claro, y ríete de los médicos”. Nos enseñó que la vida está en el agua, en las frutas, en la fibra, en la linaza, en el carbón vegetal. Pero tal vez la salud que él necesitaba no es la que lleva a la longevidad. Ahora pienso que sería difícil imaginar anciano a alguien tan poco sedentario, a alguien tan móvil y vibrante.

Él vivía plenamente en el cuerpo, en las combustiones del cuerpo, y era un romántico. Pero hay que disipar un error: nos enseñaron que el romanticismo es una manera de sentir, de conmoverse, casi una farsa de la sensibilidad. Pero romántico no es el que apenas siente sino el que vive, no es una manera de actuar sino una manera de existir.

En esta época, que nos impone o el movimiento controlado o la quietud, o la pasividad del consumidor o la docilidad del que no inventa nada, cada vez será más revolucionario estar vivo, estar desconectado, no pensar como el rebaño, no vivir para las fotografías, no estar tan comunicados. La salud que él buscaba era la salud de cada día, no la salud de pasado mañana que a veces no es más que un soborno y que mantiene a la asustada humanidad pagando a plazos la muerte.

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Alfonso Calle era un apasionado defensor de los procesos sociales de la nueva izquierda latinoamericana. No porque pensara que son procesos perfectos, sino porque están vivos y buscan respuestas por fuera de las fórmulas, de esas fórmulas que las multinacionales nos recetan del mismo modo mecánico como muchos médicos recetan su medicina industrial. Ningún proceso social tiene un seguro contra el error, pero intentar siempre los cambios es el único seguro contra el horror. Como decía T. S. Eliot: “Si nunca podemos acertar, más vale que cambiemos de vez en cuando nuestra manera de estar equivocados”.

El doctor Calle se ha ido a explorar otros mundos. ¿Cómo podría morir alguien tan vivo?

 

*William Ospina

 

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