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SIN DUDA EL VERDADERO MOTIVO de alegría que tenemos esta semana todos los seres del planeta, incluidos el agua, los árboles y las garzas, no es todavía la llegada de Barack Obama, de cuyos talentos no tenemos todavía pruebas definitivas, a la presidencia de los Estados Unidos, sino la partida de George Bush, la peor de las plagas que hayamos padecido en mucho tiempo.
Sin embargo, para no darle más importancia de la que tiene, es bueno entender que, como en los sueños, las personas son máscaras y símbolos de poderes y fuerzas que no siempre advertimos. Bush, insignificante como individuo, es la máscara de un modelo de sociedad que se abrió camino en el mundo desde hace unos treinta años, pero que con él llegó a extremos caricaturales.
Como diría Valery, muchos nombres pueden convenirle, pero los técnicos suelen llamarlo, con cierta injusticia, “neoliberalismo”. Consiste en la subordinación de todos los asuntos humanos a los criterios del mercado, la postulación de cierto delirio individualista centrado en el consumo como el más refinado modelo de civilización, la riqueza y la ostentación como los más altos valores de la especie, la neurosis del crecimiento incesante como gran motor de la historia, y la arrogante decisión de sujetar el planeta a los esquemas de lo que todavía se llama, en un dialecto ya sin sentido, la civilización occidental.
Esta prédica del crecimiento a expensas de la naturaleza, dejando de lado todos los asuntos que no se plieguen a su lógica de producción frenética, de publicidad invasora, de alarmas mediáticas y del pan cotidiano de los espectáculos, no sólo ha pretendido desterrar del mundo la lentitud, la introspección, la oscuridad, la ausencia, la soledad voluntaria, la creatividad desinteresada, la hospitalidad y el desprendimiento, sino que quiere condenar al fracaso, a la marginalidad, a la postergación y a menudo al resentimiento todas las actitudes personales y las culturas que no se plieguen a su lógica de rentabilidad, espectáculo, eficacia y multiplicación.
El fenómeno formaba ya parte de la lógica del capitalismo, pero se fortaleció en la lucha ciega, primero contra los desvaríos del colectivismo, después contra las disidencias místicas, ociosas y sensuales de los años 60 y después contra la irrupción de las alternativas multiculturales maduradas en la insurgencia contra el colonialismo.
La aversión contra las opciones colectivas y socialistas llevó a los profetas del neoliberalismo a hipertrofiar como respuesta el egoísmo personal y la sed brutal de riquezas; la lucha contra el hippismo y su indolente retorno a la naturaleza, salpicado de desobediencia civil y de deserción de lo urbano, los llevó a fortalecer el control social y la integración electrónica del gran mercado; y finalmente la lucha contra la diversidad de modelos fortaleció por igual la industria de la guerra, el mercado de las drogas, las cruzadas contra lo distinto y la psicosis de la seguridad.
Bush no tenía, por supuesto, ni siquiera el talento de inventarse ninguno de esos males, pero tenía la suficiente estolidez para ser su ejecutor irreflexivo e irresponsable. En un atentado de terroristas aislados y fanáticos vio la amenaza de un Estado enemigo, y así respondió a un problema particular con una guerra general, genocida y degradada, que multiplicó las amenazas para su pueblo y precipitó en el descrédito la política exterior de su país. Llevó al extremo la tendencia a cobrar las ofensas desproporcionadamente y al deudor equivocado. Así, en la cósmica desproporción de la guerra de Iraq se ha inspirado ahora el gobierno judío para el cruel castigo que inflige a los civiles palestinos por los atentados con cohetes desde Gaza. Esa extraña manera de pesar el valor de lo propio y de lo ajeno, cobra cada muerto propio con doscientas vidas de adversarios.
Pero Bush, es decir, su gobierno, es decir, los inmensos poderes que lo eligieron y que manejaron sus hilos, también llevó a extremos nuevos la tendencia a burlar la legalidad internacional, no sólo con su criminal declaratoria de guerra, con su insensible carnicería y con su degradante manera de tratar a los prisioneros, sino con su tendencia a responder a todo con cinismo y trivialidad. Uno no sabe qué es más monstruoso, si la magnitud del poder que el hombre administraba o la casi inconciencia que mostró ante el dolor y el sinsentido que era capaz de sembrar por todas partes. No se recordará de él nada bueno, pero los seres humanos habremos aprendido a desconfiar más de nosotros mismos, porque Bush no sólo fue elegido fraudulentamente sino después legitimado por la crispación de su pueblo; autorizadas por la democracia todas sus infamias.
Ahora se va, dejando al mundo más confuso y lleno de odios que antes, una ley mancillada, una arbitrariedad galopante, unas Naciones Unidas disminuidas, su propio país hundido en la crisis material y moral, y nuestra época deshonrada por la indignidad y la prepotencia. Tal vez si para algo ha servido Bush es para demostrarnos cuánto poder destructor alberga este modelo económico cuando se lo despoja de toda responsabilidad ética y de todo respeto por las diferencias individuales y culturales.
Es el modelo que imperó en los últimos treinta años lo que hizo agua con estas corrupciones. Ahora llega la resaca, el deber de mirar lo ocurrido y de tratar de corregirlo con delicadeza y con generosidad. Ojalá Barack Obama, un hombre que por lo menos está libre de la arrogancia de las razas puras, de la vanidad de los amos del mundo, de la perspectiva de esos imperios centrales que no saben ver ni comprender las orillas, un hombre que nació en el Pacífico, vivió en Indonesia, y es hijo de América y de África, pueda traer un poco de sensatez, de orden y de serenidad al maremágnum del mundo contemporáneo.
