Hay un poema de Robert Browning que se llama La aldea y la ciudad. El poeta enumera las muchas virtudes y excitaciones de la vida urbana, comparadas con la simplicidad y el tedio de la vida rural, como se las podía percibir desde el fragor de Londres o de Florencia en el siglo XIX.
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Hay un poema de Robert Browning que se llama La aldea y la ciudad. El poeta enumera las muchas virtudes y excitaciones de la vida urbana, comparadas con la simplicidad y el tedio de la vida rural, como se las podía percibir desde el fragor de Londres o de Florencia en el siglo XIX.
Browning no sigue la costumbre romántica de celebrar el campo contra la ciudad, no idealiza la vida del pueblo contra la velocidad, la desmesura, el estruendo y el anonimato de la vida en la metrópoli, sino que nos muestra la ironía de que la vida urbana es excitante, prodigiosa y espléndida, pero casi inaccesible. Música, animación, asombro, inventos, novedad, espectáculo, cambio continuo, qué fascinante es todo eso: pero es caro, carísimo.
No lo dice pero hoy lo sabemos: tendríamos que esclavizarnos trabajando día y noche para acceder a una fracción de esos esplendores, y probablemente no tendríamos tiempo para disfrutarlos. De modo que el narrador (porque Browning está siempre oculto detrás de una persona, de una máscara) celebra deslumbrado la ciudad, pero opta por la aldea.
Browning, como Aristóteles (Antropos phisei politikon zoon), no ignora que la vida en sociedad es la tendencia natural del ser humano, que hasta Virgilio les canta con más amor a las abejas desde el corazón de la colmena humana, que en el comienzo de nuestra aventura ya estaban Troya y Nínive, Tikal y Tenochtitlan, Kajuraho y Varanasi, Babilonia y Persépolis, las ciudades de los guerreros y de los mercaderes, de los escribas y de los sacerdotes, de la voluptuosidad y de la plegaria, de la soberbia y del arte (tanto lo sabe que escribió aquel poema que se llama Partida al amanecer: “Al circundar el cabo, súbitamente el mar, / Y el sol mirando sobre la cima de los montes, / Y entonces vi claro un camino de oro para él / Y la necesidad de un mundo de humanos para mí”), pero ya a mediados del siglo XIX sabe que el gran sueño ha caído en manos de un desorden monstruoso y quiere señalarlo. Detrás de la carnada sabe ver el anzuelo, y entiende que el problema no es la ciudad, la aventura urbana, el esplendor de la civilización, sino el precio.
Chesterton nos sugiere que Browning, como buen cristiano, no solo se pregunta cuánto estamos dispuestos a pagar por el progreso, por la excitación, por la novela del espíritu, por la aceleración de la historia, por la red innumerable de los cerebros conectados como neuronas, sino a qué estamos renunciando a cambio de tantas bengalas de la urgencia, del espectáculo y de la neurosis. Y tal vez el precio al que alude no es solo el precio material, sino una variación de la vieja pregunta: “¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo si pierde su alma?”.
¿Estamos considerando correctamente el precio de nuestras conquistas? ¿Tiene o no límites nuestra avidez prometeica? Es verdad que la ciudad era nuestra mayor vocación, pero la ciudad no es una mole informe de edificios, de vías, de mercados, de redes de servicios públicos. La ciudad es la cultura: lo fue para los griegos de Pericles y para los zulúes, para los habitantes de Palenke y para los nativos de la cuenca del Amazonas, hijos de la gran Anaconda. Y las ciudades de la historia solo pueden verse como bocetos fragmentarios de la ciudad posible, esa que se insinúa cuando decimos “Grecia sin esclavos”, o “Roma sin hastío”, o “México sin polución”, o “Venecia sin turistas”.
El más alto elogio de Metrópolis lo hizo el doctor Johnson a finales del siglo XVIII. “Amigo mío: si alguien está cansado de Londres en realidad está cansado de la vida, porque Londres tiene todo lo que la vida puede ofrecer”. Ahora sabemos que exageraba: si eso fuera cierto, Inglaterra no habría extendido sus tentáculos por todo el planeta, Richard Burton no habría llegado al lago Victoria, no se habrían dado las guerras del opio, Byron y Shelley no habrían tenido que huir con sus amores y sus sueños ni morir en guerras y mares distantes, Nelson no habría muerto en su fragata, y el pobre Chatterton no habría expirado en su buhardilla, despreciado por el mundo del que era la flor más admirable. Algo le falta siempre, algo le sobra siempre, a la mayor ciudad del universo.
La ciudad actual es ante todo un síntoma de la locura actual. La abrumadora globalización y su euforia tecnológica nos hacen pensar que este modelo es para siempre. La verdad es que Roma unió a Europa y la cuenca del Mediterráneo, pero siglos después las aldeas incomunicadas ya no se entendían en la vieja lengua imperial. El inglés y el español de hoy podrían estar en dos siglos atomizados en dialectos incomprensibles, pues nadie ignora que la opulenta cultura global camina por el borde del precipicio. No solo alza sus torres babilónicas en Chicago y en Singapur, no solo vigila con sus satélites y sus drones hasta la última aldea, no solo hace pulular sus hipermercados, no solo salpica de guerras remotas su propio rostro, también arrasa las selvas, hace flotar islas de plástico en los océanos y asfixia los cardúmenes, no solo pierde el alma sino también el mundo en su expansión incontrolada.
Es necesario recordar que hay algo que nadie controlará jamás y es a la siguiente generación humana, siempre capaz de levantarse contra el mundo que hicieron sus padres. Hemos construido un mundo espléndido, pero hemos envenenado los manantiales; los objetos más llenos de ciencia y más sofisticados de la industria yacen en montañas de escombros en pocos años; cada vez convertimos más en basura nuestras más prodigiosas conquistas, pero la más humilde flor es más admirable en su diseño, más delicada en su composición y más incomprensible en sus propósitos que las ciencias más herméticas. Nuestro talento para la muerte es extraordinario, pero el secreto de la vida está siempre un paso más allá de la razón y ese puede ser el sereno fundamento de nuestra esperanza.