El mismo parlamentarismo extorsivo, la misma corruptela de aldea, la misma parálisis burocrática, la misma ineficiencia estatal, la misma voracidad fiscal sin cerrar para nada los sumideros del robo, la misma pobreza de siempre, la misma inseguridad empeorando, la misma condena del país a seguir viviendo del rebusque, pero todo bajo el discurso ampuloso del cambio, todo en nombre de los más altos ideales y de los principios más nobles. ¿Era esto lo que necesitaba el establecimiento colombiano: seguir siendo lo mismo pero bajo una fachada de retórica incendiaria?
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Ahora de repente criticar al gobierno es estar contra los pobres, contra los explotados, es estar contra la paz y contra la justicia; ahora, sin necesidad de haber cambiado nada estructural en la médula del mal, que es el Estado irresponsable y corrupto, el poder pretende otra vez, como en los tiempos de la república bipartidista, ser la encarnación de todo lo bueno, el paradigma moral del que dudar es pecado.
Nos seguimos quejando de lo mismo, pero así como el que antes se quejaba era un subversivo, ahora el que se queje es un vendido y un apátrida. El viejo poder no solo envilece todo lo que toca sino que amenaza con corromper a todo el que lo toca, y el que no tenga una estrategia de cambio verdadera, hablará cada vez más con voz de pólvora para que no se note que se va convirtiendo en Turbay Ayala.
Entonces ya sabrá cómo es, ya sabrá dónde ponen las garzas, querrá aferrarse al poder en nombre de los pobres a los que no ha redimido, de los desempleados a los que no les ha dado empleo, de los jóvenes a los que no les ha brindado oportunidades. Y si le dicen que ha fallado, encontrará enseguida a quién echarle la culpa, aunque sea a sus propios funcionarios, y acabará aliándose con el caciquismo local que hace décadas gobierna a Colombia, y no dudará en usar los habituales métodos del gamonalismo y de la maquinaria para mover al electorado, porque ya cuenta con el presupuesto nacional para hacer política en forma, siempre en nombre de los más nobles ideales; y no vacilará en gastar 50.000 millones (o el doble si es preciso) para hacer reelegir su proyecto como lo hicieron siempre los otros, y nos dirá que así es la política, maestro, que al poder con el que piensa redimir al mundo no se lo conserva con escrúpulos ingenuos; que si hay que correr la línea ética… pues toca; que si hay que aliarse con corruptos es para hacer el bien, y que si es imperioso hacer algún torcido será para sacar del camino a los malos, y por si acaso también al que no aplauda.
La estrategia podría funcionarles. El viejo establecimiento colombiano está tan vivo y ha sido tan corrupto, tan irresponsable y tan cínico, que no parece imposible movilizar supuestamente contra él a mucha gente gastando ahora los recursos del Estado, poniendo la nómina en acción, contando con la ardentía de muchos que se aferran con ceguera a las consignas y no se preguntan si algo está cambiando realmente, pues no necesitan obras ni evidencia alguna sino la lógica inexorable de las barras bravas: “este es mi equipo aunque mal juegue, esta es mi secta, y lo importante es que los otros pierdan”.
Cuando se cree que lo que hay que derrotar son unas personas y no un modelo, un estilo, una manera ineficiente y manipuladora de manejar el país, de desperdiciar sus recursos y de sacrificar sus posibilidades, es fácil dejarse caer en el engaño, y ver color de rosa cada eslabón de la cadena.
Ahora bien: ya que Petro ha mostrado esa invencible vocación por el poder que hace que se queje de él todo el día pero siga aferrado como una grapa, que le haya parecido una pesadilla pero al mismo tiempo no quiera despertarse, ¿por qué él, que a veces parece insatisfecho con el país que tenemos, no se arriesga en verdad a dar el salto, por qué no se anima, como alguna vez lo pretendió, a desarrollar un capitalismo con rostro humano, a crear industria en serio, a invertir en infraestructura en forma, a construir el escudo del Pacífico, a trazarle al mercado el rumbo de la agricultura orgánica, a remodelar las ciudades, a poner el país a producir de verdad bajo nuevos paradigmas ecológicos y tecnológicos, que es la única manera de proteger con resultados su naturaleza, a desafiar a los jóvenes con un horizonte de civilización, de educación creadora, de aprender haciendo como lo enseña todo sabio, que es el único camino para sacarlos de la guerra? ¿Por qué no convertir a la ciudadanía pacífica en el motor de los cambios y no en una fuerza crispada y rencorosa? ¿Por qué no abandonar ese dirigismo de cartilla que hace que solo se confíe y se apoye a los que se muestran partidarios? ¿Por qué esa tendencia creciente a amenazar con una movilización rabiosa, que todos sabemos en qué termina, y que es exactamente lo contrario de la paz total que nos han pregonado todo el tiempo?
¿Por qué les cuesta tanto a estos pretendidos pacificadores olvidarse de su vieja apuesta por la violencia? ¿Por qué siguen idealizando su aventura guerrera y fallida en un país hastiado de odios? ¿Por qué ante el deber de dar a todos lo que es de todos se erigen, con el tesoro público en las manos, en benefactores arrogantes y llenos de rabia, exigiendo solo adhesión acrítica y servilismo?
Y lo que no llega nunca es el cambio real, que antes prometieron como lo más fácil y ahora denuncian como lo más difícil, ese cambio en grande que antes predicaban y que ahora desaconsejan como una utopía, el cambio generoso, sin odio, sin resentimientos, con humildad, con respeto por este país laborioso del que siguen viviendo todos los políticos, con verdadera indignación ante esa dirigencia mezquina que nunca supo gobernar para todos, y con verdadera intolerancia ante la politiquería, el robo, la trampa y la simulación.
Lo que no llega nunca es un gobierno que nos haga sentir que la dicha y la convivencia son posibles: porque así como Uribe nos vendía sin descanso crispación y zozobra, y Santos la vieja soberbia de una aristocracia que es la responsable de todo pero termina siendo la que castiga y perdona y cobra la recompensa, y Duque la indiferencia oficinesca ante el sufrimiento y ante el clamor de la historia, Petro solo quiere ofrecerle a un país que es un polvorín una mecha incendiaria.
Lo que quedó pendiente es lo que nunca supo darnos el viejo sistema hipócrita y corrupto; y que tampoco supo darnos Petro, este señor indescifrable, que parece más en lucha consigo mismo y con sus fantasmas que con los males que el país lleva arrastrando desde hace más de 80 años.
Porque lo único que ha sostenido en Colombia el poder infame de la oligarquía ha sido la vieja politiquería sembradora de odio, y aquí viene otra vez la politiquería, a vendernos de nuevo como mercancía fresca su eterno plato de rencores, para sostener el disco rayado de un sistema decrépito, que siempre encuentra como reproducirse, de fracaso en fracaso.