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El misterio del oro

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William Ospina
05 de febrero de 2012 - 01:00 a. m.
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Alguna vez Henry David Thoreau miró el interior de la concha de una almeja y quedó sorprendido al percibir los delicados matices de los colores que había en ella.

En su diario “Mi vida en los bosques” escribió: “¿Cómo penetraron esos matices del arco iris en la concha de la almeja de agua dulce, enterrada en el fango bajo nuestro oscuro río?”.

También el que mira las chispas diminutas de oro arrancadas a la arena de los ríos, los granos de oro escondidos en las piedras, las vetas de oro incrustadas en las minas profundas, puede preguntarse con asombro cómo es posible que algo que atrapa de esa manera la luz, ese metal que destella como el sol, se haya gestado en el seno de la oscuridad, en la noche del suelo terrestre.

Pero claro, la pregunta nace exclusivamente de una ilusión. Porque encontramos al oro confundido en la oscuridad creemos que se gestó allí, lejos de la luz y del fuego. La verdad es que el oro es anterior a las minas, es anterior a la tierra misma; su historia es muy antigua y se confunde con la historia de las estrellas.

Si fragmentos de oro, si granos de oro, si chispas diminutas de oro andan esparcidos por la ciega materia terrestre, es porque quedaron atrapados allí en tiempos de los grandes cataclismos. Pero, como era de esperarse, esas grandes vetas de oro se formaron en otra parte, en la luz misma, en el corazón de las grandes catástrofes estelares, en el núcleo de las supernovas en el momento de colapsar.

Los alquimistas soñaron convertir en oro todas las cosas. Persiguieron sin cesar la piedra filosofal que cambiaría en oro las sustancias, como la mano castigada del rey Midas convertía en oro cuanto tocaba. Ignoraban que para producir oro se requieren temperaturas que sólo es posible alcanzar en la explosión de las estrellas, procesos donde intervienen masas tan inmensas y calores tan altos que van haciendo surgir los elementos a medida que aumenta su cantidad de protones, del hidrógeno al helio, del helio al carbono, hasta alcanzar los increíbles 79 protones del oro.

Pues dicen que al cesar la fusión nuclear, las capas exteriores de la estrella que estalla se precipitan sobre su núcleo con presiones tan extremas y elevando de tal modo el calor de la materia, que van surgiendo los elementos, y llegando a los metales pesados, hasta que finalmente nace el oro, el más difícil, el que requiere más infierno y más condensación para formarse.

No es extraño entonces que todos los pueblos se hayan dejado atrapar por este metal fascinante, a la vez denso y blando, tan brillante y precioso, el más maleable y el más dócil a los juegos humanos, el que no se desgasta ni se oxida, y cuyo resplandor, cuya escasez, cuyo misterio terminaron despertando en la humanidad la sensación de que allí había algo divino, la encarnación de los poderes solares.

Nuestros antepasados veían en el oro la carne misma del sol; les pareció luz condensada, el atributo de la divinidad. Y no se equivocaron al apreciarlo y celebrarlo de ese modo, porque hay muy pocas materias que hayan costado tanto trabajo cósmico. Vestirse de oro, metamorfosear el oro en abejas y serpientes, en ranas y cóndores, en jaguares y pájaros fue su manera exaltada de celebrar la vida y agradecer por el tesoro de su diversidad.

Pero no sólo hubo hombres que intentaron convertir todas las cosas en oro; otros jugaron a convertir el oro en el equivalente de todas las cosas. Y aunque los seres humanos parezcamos tan poco místicos, tan escépticos, el experimento dio resultado. Si era lo más valioso, lo más precioso, lo incorruptible, tenía que ser posible aquel extraño juego de equivalencias. Dicen que fue Creso, rey de Lidia, el que primero acuñó monedas de oro. Este rey fue el mismo que, intentando vencer a sus enemigos con un movimiento audaz, le preguntó un día al oráculo qué pasaría si su ejército cruzaba cierto río, y al oír como respuesta que con esa acción destruiría un imperio, avanzó con decisión y con rencor, sin darse cuenta de que el imperio que estaba destruyendo era el suyo propio.

Atribuyámosle a Creso, pues, la más atrevida y la más grave de las ecuaciones, aquella por la cual se decidió a cuántas piezas de oro equivalía cada cosa del mundo. La variación alquímica se había consumado: el oro empezó a equivaler a todas las cosas, y ya no se cambiaron maderas por pieles, ánforas por tapices, hachas por garfios ni semillas por adornos, sino cualquiera de esas cosas por rústicas monedas de oro.

Ese fue el comienzo del mundo en que vivimos. Un mundo donde el oro mismo, guardado en bodegas inaccesibles, siendo el patrón que representa todas las cosas, es a su vez representado por hojas de papel impreso que declaran equivaler a una determinada cantidad de la preciosa sustancia engendrada en la explosión de las estrellas.

La oscura materia terrestre midiéndose con fracciones de luz estelar solidificada en los hornos del cielo.

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