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El nuevo Shakespeare

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William Ospina
15 de marzo de 2009 - 03:00 a. m.
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ME GUSTARÍA CREER QUE EL RETRAto que fue divulgado esta semana en Inglaterra por Stanley Wells, de la Universidad de Birmingham, nos revela por fin el rostro de William Shakespeare, que ya es menos un hombre que una leyenda, menos un escritor que una mitología y menos un individuo que un cosmos.

Corren muchas leyendas sobre Shakespeare: una de ellas afirma que no existió nunca; otra, que era apenas el testaferro de un gran escritor clandestino, y otra, que existió pero se esforzó por no dejar ninguna huella de su paso físico por el mundo.

Lo que tenemos de él como hombre histórico es demasiado poco, comparado con la magnitud de su obra. Una casa que se supone suya, en la que no queda un solo mueble que se pueda afirmar que le perteneció; una tumba en la iglesia de Strafford, junto a un río de cisnes, donde no se puede averiguar si reposan sus huesos, porque lo prohíbe una agria maldición; un pueblo donde supuestamente nació, pero donde sólo viviría antes y después de ser el gran poeta que asombra al mundo; un teatro que es sólo la réplica de aquel donde ofreció sus espectáculos; una obra de la que no quedaron manuscritos y que no fue publicada en vida suya; y una serie de retratos que fueron exhibidos hace tres años en la Nacional Portrait Gallery de Londres, todos pintados después de su muerte.

Inglaterra tiene con su poeta mayor una relación cambiante: hoy niega que haya existido, mañana lo endiosa; hoy le rinde grandes homenajes, mañana opina que no tiene los papeles en regla, que un hombre con la dudosa formación de Shakespeare jamás habría podido escribir una obra como la que firma Shakespeare; hoy lo convierte en un fantasma, mañana lo exhibe con el aspecto de un príncipe exquisito.

Y es precisamente lo que acaba de ocurrir: este retrato, guardado tres siglos en las impenetrables salas de una mansión inglesa, se supone que es por fin el único retrato que se hizo de Shakespeare en vida, y fue pintado en 1610. Parece que la moda de esta temporada no es negar que el poeta haya existido, ni afirmar que sus obras fueron escritas por Francis Bacon, ni sospechar que Christopher Marlowe, el gran autor que lo precedió en los escenarios de Londres, no murió a los 29 años sino que sobrevivió en secreto y utilizó a Shakespeare como testaferro; ni pretender que la obra del poeta plebeyo fue escrita por alguien con más títulos, como Edward de Vere, decimoséptimo conde de Oxford, sino exaltar al Shakespeare acaudalado de los tiempos de El Globo, cuando llegó a ser algo que el romanticismo consideraría un oximoron: un poeta rico.

A mí me gustaría creer que estoy por fin mirando el rostro de Shakespeare, pero no es fácil abandonarse a la ilusión. Cuatro cosas llaman la atención de este retrato que atesora la familia Cobbe: su lujo, su juventud, su lozanía y su serenidad. El principal argumento que Wells parece mostrar a favor del retrato, ante los escépticos que lo hallan demasiado lujoso, es que al final de su vida Shakespeare había hecho fortuna. Pero eso se puede decir de todos los hombres que eran retratados en la época isabelina, y por lo tanto no demuestra mucho. Más grave es que en 1610, cuando el cuadro fue pintado, Shakespeare tenía 46 años, y a comienzos del siglo XVII un hombre de 46 años era un viejo: el cuadro nos muestra a alguien demasiado joven para ser Shakespeare sólo seis años antes de su muerte, cuando casi había terminado de escribir sus obras.

Pero además está su lozanía: difícilmente podía Shakespeare haber engendrado las infinitas pasiones que arrastran a sus personajes y tener la frente sin una arruga. Él conocía tanto las erosiones del tiempo que comenzó su primer soneto hablando de cómo es el rostro de alguien que tiene cuarenta años: Cuando cuarenta inviernos asediando tu frente/ caven profundos surcos sobre ese campo hermoso. Ese hombre que ya había sido habitado por el alma de Hamlet, que está en conflicto con el universo, y por el alma de Julio César, pensativo y melancólico, y por el alma de Otelo corroído por los celos, y por el alma del rey Lear devastado por la locura, y por el alma de Macbeth arrasado por el remordimiento, y por el alma de Coriolano resecada por el resentimiento, difícilmente puede tener este rostro de porcelana que no parecen haber tocado las tragedias y los años.

Pero ello tampoco prueba que no sea así, porque Shakespeare es tan extraño, que bien pudo dejar pasar por su alma los demonios, y bien pudo atraparlos en melodiosas palabras, sin permitir que agrietaran su rostro. Sabemos, sin embargo, que al final de su vida, ese hombre, que bebió la copa de una plenitud casi divina, vivía de “los pleitos, los créditos y la pequeña usura”. Y sin duda la preocupación por el dinero desgasta más que la preocupación por los abismos del alma, si hemos de creerle al propio Shakespeare, que escribió: “El que no se alimenta de sueños envejece pronto”.

Con todo, el principal argumento para desconfiar de este Shakespeare tan apuesto, sereno y lujoso, es que por los días en que se pintó este retrato Shakespeare se estaba despidiendo de su poesía con una obra muy compleja: La tempestad, y el protagonista de esa obra, Próspero, en quien la crítica ha visto siempre a Shakespeare despidiéndose de sus inventos, efunde un aura de antigüedad y una densa melancolía. El caballero delicado y tenue que nos mira con ojos azules desde esta tela, difícilmente puede ser el que seis años después escribiría crispado: “Bendito el hombre que respete estas piedras, y maldito el que remueva mis huesos”.

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