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(Leído en la celebración de los 80 añosdel Comité Departamental de Cafeteros del Tolima)
HACE POCO, LEYENDO UN LIBRO QUE explicaba la génesis de algunas obras de arte, encontré la afirmación de que el desayuno, esa costumbre que tendemos a pensar arraigada en la historia de la humanidad desde hace milenios, fue inventado en Europa en el siglo XVII o XVIII. Más bien habría que decir que los europeos fueron los últimos en inventarlo, aunque sin duda lo perfeccionaron. Basta pensar que las tres bebidas que asociamos con el desayuno: el té, el chocolate y el café, llegaron a Europa de tres continentes distintos.
Desde la más remota antigüedad la gente de todas las regiones del mundo debió comenzar el día consumiendo algún alimento, después de esa larga pausa de quietud y fantasía que es el dormir, pero el desayuno, tal como hoy lo concebimos, necesitó, para existir, muchos descubrimientos de muchos pueblos distintos, y entre ellos las largas y a menudo violentas peregrinaciones de los europeos por regiones muy remotas. Y si esas sustancias terminaron volviéndose casi europeas, de modo que solemos identificar al té más con Inglaterra que con la India, al chocolate más con Suiza que con México, y al café más con Italia o con Francia que con Etiopía, ello se debe a los extraños caprichos de eso que llamamos la globalización, que no es un fenómeno reciente, sino una de las más antiguas tendencias de la humanidad.
El viaje de Alejandro Magno por el Asia ya era globalización. El desembarco de los moros en España y su establecimiento allí durante siete siglos era globalización. Las sangrientas cruzadas de los europeos en el Oriente Medio eran globalización. Y la conquista y la colonización de América no fueron sólo un vasto y cruento fenómeno de globalización, sino uno de los hechos fundadores de la modernidad, por el cual nuestras naciones se convirtieron en símbolos de la tendencia creciente de la humanidad a las fusiones y los mestizajes. Parte de un proceso de globalización fue el viaje de Marco Polo a Oriente, que tanto influyó en la fascinación de Europa por las cosas distantes: por la seda, por las especias, por el té. Y la llegada a Europa del chocolate, que originalmente fue visto como una peligrosa droga adictiva. Y la exploración de África, que permitió que unos monjes, en Abisinia, intrigados por el insomnio de unas cabras, concibieran la posibilidad de hacer una infusión con los granos del árbol del café.
De todas las bebidas que ha inventado la humanidad, es muy probable que el café sea la que tiene que cumplir más pasos para llegar a su producto final. Basta pensar que el grado de acidez de la bebida depende de la técnica de recolección del grano, porque si se hace manualmente es posible recoger sólo los granos maduros, en tanto que si se hace por algún sistema mecánico irán mezclados granos en distintas etapas de maduración. Basta pensar que esos granos así cosechados tienen que ser lavados, despulpados, seleccionados, fermentados, secados, trillados, tostados y molidos antes de que se pueda llegar a la infusión que despierta a las gentes en todo el mundo.
¿Y quién podía pensar que el insomnio de aquellas cabras en los cuernos de África terminaría siendo la causa eficaz de la economía de nuestro país durante casi dos siglos? Cuando los primeros curiosos cultivadores trajeron las semillas del café a nuestra tierra, posiblemente de Guadalupe o de Martinica, no podían imaginar que estaban encontrando la base de la economía de todo un país y la clave de la subsistencia de muchas generaciones en estas montañas equinocciales. Con esto, entre otras cosas, quiero decir que Colombia es inconcebible sin esos vastos y complejos procesos de globalización.
Buena parte de las cosas que más poderosamente nos constituyen como país llegaron de otra parte. La lengua española, la religión católica, los blancos y los negros, el sistema democrático, la ganadería, el café. Tal vez todos los países del mundo se han hecho mediante aportes llegados de todas partes, pero uno tiende a pensar que la China está llena de cosas que son originarias de allí y que lo mismo puede decirse del Japón, de la India, de muchos países africanos, de algunos países europeos. Nosotros sólo podemos vernos como un mosaico de elementos heterogéneos, como un país donde a menudo las cosas más arraigadas, más apropiadas y más significativas llegaron de otra parte. Y eso es fuente de muchos beneficios, pero también a menudo de muchas dificultades.
Hace un poco más de dos siglos ni siquiera la palabra Colombia existía: fue un invento inspirado de un venezolano, Francisco de Miranda, que quería hacerle homenaje a Cristóbal Colón, y corregir lo que le parecía una injusticia, que el continente que había sido descubierto por Colón llevara por azar no el nombre de su descubridor sino el de un navegante y un cartógrafo casi casual, Américo Vespucio. Pero además Colombia nunca fue una nación antes de la llegada de los europeos. Tierras como México y como el Perú ya habían sido unificadas por los imperios azteca e inca, pero en nuestro suelo más de 120 naciones indígenas ocupaban un territorio de una extraordinaria diversidad. Y lo primero que hicieron los europeos no fueron naciones sino gobernaciones, independientes unas de otras. Se diría que aquí la naturaleza misma era un obstáculo para la construcción de una nación, así como Bolívar advirtió que en todo el continente la naturaleza era en cierto modo un obstáculo para que se abriera camino su sueño, cada vez más necesario, de la unión continental.
Aquellas sustancias exóticas que los europeos venían buscando terminaron siendo parte de nuestra realidad. Yo he disfrutado escribiendo sobre un hecho memorable del siglo XVI que fue la insensata búsqueda de El país de la canela. Aquellos expedicionarios creían no sólo que era posible encontrar en la América ecuatorial bosques silvestres de una sola especie, sino que creyeron que más allá de los montes nevados de Quito había un interminable país de caneleros. Igual, si en esos tiempos del Renacimiento ya se hubiera difundido por Europa el gusto por el café, por el quawa negro como la noche que bebían en infusiones en África y en Estambul, bien pudieron llegar a buscar en nuestras cordilleras el País del Café. No podían saber que ese país de cafetos interminables no estaba en la fantasía, sino en el futuro.
