En Bogotá, en Ciudad de México, en Nueva Delhi o en Bucarest basta salir de la ciudad para encontrar la belleza del mundo.
Bogotá es afortunada; desde sus calles ya es posible ver lo distinto: cerros de densa vegetación la detienen por el oriente, y de esas moles superpuestas brota el sol entre brumas, asoma en noches claras la luna llena.
Los viajeros urbanos, presos en su vértigo de concreto, en su tráfico inmóvil, en su incomunicación estridente, no siempre saben de qué modo están rodeados por el Paraíso. Colombia es un país de regiones diversas, pero cada una es un mosaico de paisajes heterogéneos. Basta asomarse a Cundinamarca, al nido de los cóndores, para vivir ese asombro.
Dos veces salí hace poco a visitar regiones cercanas, y cada viaje fue como una excursión a otro mundo. Desde Soacha cruzamos, entre una niebla que desdibuja los potreros, ante la hacienda donde Nicolás Gómez Dávila leía sus centones y escribía sus escolios, y donde parece transcurrir todavía el tiempo despacioso de la Colonia. Vimos rocas cargadas de pictogramas antiguos, relatos en tinta roja que se ríen del tiempo, y fuimos al Tequendama, que todavía hoy, entre las espumas del apocalipsis, cuenta cosas sublimes.
Ese nicho de piedra por donde un poder antiguo soltó las aguas que inundaban la Sabana, destila todavía entre nubes un agua espumosa, pero de algún modo recuerda el trueno de música que nombra un poema de Rubén Darío, quien posiblemente nunca lo vio. Allí uno comprende que un río sabe purificarse a sí mismo, que hacerlo revivir sólo exige dejar de envenenarlo con los ácidos de las curtiembres, con los agroquímicos de los cultivos, con los sedimentos que suelta la deforestación incesante, con las sustancias que rezuma la industria, con los desechos orgánicos y químicos de dos millones de hogares. Es la ciudad la que renueva sin descanso la muerte del río. Y qué hermoso sería sentir otra vez el trueno de agua, el fragor blanco que esperan los abismos de piedra, los arcoíris destrozados de ese recinto donde vivieron dioses.
Como todo lugar tiranizado por un centro, la urbe tentacular amenaza con ocuparlo todo, con absorberlo todo, pero su fuerza languidece al final, y el mundo eclipsado por la ciudad se abre camino. Chicaque es un nombre que casi no existía para mí, o se confundía con otros. Una posada en las tierras altas, un restaurante socavado a trechos en la roca viva, un mirador que mira apenas el abismo de niebla. Habríamos pasado de largo si no fuera porque esa niebla estaba llena de sonidos, vehículos lejanos, aletazos extraños, cantos de pájaros más lejos, un fragor de pueblos, voces humanas perdidas como puntos en la distancia.
Sentimos la inminencia de una visión impredecible, y mucho rato miramos a lo blanco, como monjes zen, espiando el momento en que la niebla cediera un poco para captar una ceja de árboles, un valle con sol entre montañas, una piedra empujada por masas de nubes, una pendiente negra de helechos y chusques o de árboles en flor. En la ciudad sólo pueden entretenernos complicados espectáculos, pero en el campo basta esperar que se aparte la niebla, espiar cosas que se mueven en la hojarasca, un revolar de gavilanes, camiones diminutos que se pierden en las curvas, pueblecitos acodados en las lomas.
Y cada viaje resulta más sorprendente. Yo había visitado la catedral de sal de Zipaquirá en viejos tiempos, y apenas había oído hablar de la nueva. Es cierto que los socavones de una mina tienen algo de palacio subterráneo, pero quienes se inspiraron para hacer de las minas de sal este templo, no sólo tuvieron iluminación poética sino una sabiduría técnica extraordinaria.
Es inquietante avanzar por un túnel entre paredes grumosas de sal, encontrar galerías iluminadas que ilustran, con un único motivo de cruces, los pasos de la pasión cristiana. La caída de Cristo: una cruz de piedra abajo, en el suelo de una galería; el encuentro con la madre: una cruz adherida a la roca viva del techo; el encuentro con la mujer que enjuga su rostro y se lleva en la tela su imagen: una cruz insinuada y como sumergida en el manto de piedra; el descendimiento: una cruz excavada en la roca.
Detrás de los nichos, las paredes plegadas en la oscuridad sugieren de verdad un viaje al centro de la tierra, y cuando uno cree haber visto mucho, conmovido con estas salinas inmensas de mares desaparecidos, un salón circular con una cúpula de piedra estriada y jaspeada, da la impresión de que muy hondo debajo de la tierra estamos, sin embargo, viendo el firmamento.
Y sólo hemos hecho el camino de entrada, el verdadero templo todavía falta: vienen las perspectivas de austeridad ejemplar vistas desde el coro, las escalinatas, las tres naves con sus columnas formidables, los juegos delicados de la luz en las paredes y en los techos tallados. Sabiamente los hacedores han renunciado a llenar de adornos y objetos la gravedad de esos espacios, que son las galerías de un templo cristiano, pero también algo más: un homenaje quizás involuntario a los hipogeos indígenas, una combinación de la religiosidad europea que busca arriba lo divino, en el cielo, y de la religiosidad americana, que lo busca en la sombra y la sal, en el silencio de la tierra. El aire salado parece purificar la respiración, la ventilación y las luces nos libran de cualquier sensación opresiva, y algo sagrado nos invade sin la necesidad de ser católicos, un sentimiento de respeto y de asombro: la experiencia menos superficial que pueda imaginarse.
Cuando volvemos a la ciudad vecina, es como si volviéramos de otro planeta.
* William Ospina