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Cada cierto tiempo los entusiastas del gobierno se empeñan en la tarea de enumerar y publicar los grandes logros que según ellos se han alcanzado en los últimos años: haber realizado un evento, haber construido un centro educativo, haber asfaltado unas carreteras, haber pronunciado unos discursos, haber entregado a los campesinos unas tierras, haber evitado la devaluación, haber repartido unos subsidios, e incluso hasta haber alimentado unas esperanzas, esas listas modestas se convierten en pruebas de que el país está cambiando para siempre.
No advierten que esas puntuales e ingenuas enumeraciones solo demuestran que han ejercido el gobierno durante tres años, y que en algo han tenido que invertir los 1.500 billones de pesos del presupuesto nacional que han pasado por sus manos en ese tiempo.
Todos los gobiernos invierten: hacen obras, inauguran edificios, modifican levemente para mejor o para peor las cifras del empleo y de la pobreza; todos realizan eventos, celebran foros y asisten a cumbres, pero no es de eso de lo que se trata. Ya decía Chávez que los gobiernos andan de cumbre en cumbre y los pueblos de abismo en abismo. No sería escandaloso sino criminal que no hubieran hecho algunas obras en tanto tiempo y con tantos recursos, y mantenido el país a flote. Y todos los gobiernos han hecho cosas similares. Así que pueden enumerar 60 grandes obras de gobierno, o 600, y eso no demostraría que han cambiado el país y ni siquiera que hayan comenzado a cambiarlo.
Porque hablar de cambios, y ese es el tema desde el comienzo, es hablar de cambios profundos, de cambios históricos en los que se sienta que se ha abierto la posibilidad de un tiempo nuevo, que se han roto siquiera algunos de los diques que impedían el progreso.
Frenar la corrupción, eso sería un cambio. Ampliar en forma visible el sector productivo y crear empleo en grande, eso sería un cambio. Romper con la costumbre dañina de que para hacerse elegir en una democracia hay que gastar fortunas, comprar conciencias y calumniar a los adversarios, eso sería un gran cambio. Gobernar con generosidad para todos y no solo para los partidarios; transformar el Estado ineficiente, irresponsable, tramposamente legalista, burocrático, arbitrario y cínico en algo mínimamente responsable; corregir un modelo de justicia injusto hasta los tuétanos y un sistema carcelario que clama al cielo, esos serían cambios profundos.
No es que no se hagan obras, es que obras hacen todos; pero cuando se elige por primera vez una alternativa distinta, que promete una transformación de fondo, ese cambio no puede ser un modesto listado de obras, porque en cien años grandes obras se han hecho por todas partes sin mejorar el destino histórico del país (no existirían las universidades, los hospitales, los puentes, los parques, los acueductos, la electrificación, los pocos puertos, los modestos sistemas de transporte si no fuera así), pero lo que estamos esperando hace mucho es el comienzo de un tiempo nuevo, que deje atrás la politiquería y el atraso, la discordia y la manipulación, que abra de verdad las puertas de la reconciliación y cree millones de oportunidades para todos. Y esas cosas no hay que metérselas por los ojos a la gente, ni esforzarse por demostrarlas: saltan a la vista cuando los cambios son reales, inundan la vida cotidiana y además llenan los corazones.
Y desafortunadamente nada de eso puede engendrarlo un gobierno quejoso y confrontativo, que ve enemigos por todas partes, que transa con todos los vicios de la vieja política, con la mermelada para un Congreso corrupto, con el tráfico de influencias, con la feria selectiva de los contratos; un gobierno que mientras sus partidarios se desvelan tratando de configurar listas de méritos, declara sin descanso que no ha hecho nada porque todo es imposible, y que desalentadoramente descarga la culpa en esos mismos colaboradores que son los que se parten el lomo sosteniendo la causa y tratando de lavar con un amor rendido las ausencias y los caprichos de su jefe.
Pero en un país donde nada se necesita tanto como el reconocimiento de los méritos y la promoción de los liderazgos, no hay nadie que eclipse tanto a sus colaboradores y que frustre tantos liderazgos como Gustavo Petro. Se advierte que no hay persona que trabaje con él y que no salga desalentada y frustrada. Es como si no pudiera evitar que todas las voluntades que en algún momento lo acompañan se sientan al final usadas e inservibles. Nombra a la gente sin estímulos, la sostiene sin orientación y la despide sin gratitud, y si por algún motivo después se quejan, los acusa de ser parte de alguna tenebrosa conspiración.
Petro es el hombre de la mayor generosidad en lo abstracto y de una extraña mezquindad en lo concreto, y lo único que explica la adoración que sienten por él algunos de sus partidarios es el espanto de que resulte cierto que el más esforzado de los triunfos pueda terminar siendo un fracaso. El miedo a que el tortuoso liderazgo de Petro haya sido un desperdicio.
Muy pronto, cuando Petro, ávido o necesitado de la continuidad de su poder, y sin saber cómo asegurarla, termine cortándole las alas a la militancia sinceramente deseosa de cambios, y les ordene votar por algún politiquero de esos que han pasado por todos los bandos y que aparecen en todas las fotos de la política tradicional, con el pretexto de que es la única manera de no perder el timón, comprenderán de qué manera este viejo establecimiento corrupto es capaz de arrimársele a todo con tal de perpetuarse.
