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El que solo vende futuro siempre tiene algo que ofrecer

William Ospina

20 de julio de 2025 - 12:05 a. m.

Sí, todo es verdad. Que al país lo gobernaron con racismo y con exclusión. Que les faltó grandeza y generosidad. Que expropiaron, que expulsaron muchedumbres, que asesinaron. Es verdad la facciosa guerra de los Mil Días y el asesinato de Gaitán y la Violencia de los años cincuenta. Es verdad que se permitió la destrucción del país campesino, y que las multitudes de víctimas que llegaron a las ciudades no encontraron ni empleo, ni educación, ni futuro. Es verdad que estuvimos en manos de una casta sin grandeza y de una élite sin ideas.

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Por eso, uno de los más asombrosos territorios del continente, lleno de belleza y de riqueza, el bosque biodiverso que deslumbró a Humboldt, un manantial inagotable, un surtidor de todas las canciones, se convirtió en un matadero y en un interminable funeral. Donde hubo labriegos llenos de sencillez y de gracia crecieron los sangrenegras y las guerrillas. Donde hubo clases medias ilusionadas y emprendedoras crecieron las mafias y sus sicarios adolescentes. Donde hubo empresarios agrícolas crecieron los paramilitares y los genocidios. Donde hubo el intento de una economía formal, de una economía legal, terminó prosperando solo el delito, porque el único enriquecimiento posible terminó siendo el enriquecimiento ilícito. Y el Estado se convirtió en una maquinaria irresponsable y extorsiva. Todo eso es verdad, y a veces es bueno que alguien venga y lo diga. Incluso no es malo del todo que alguien lo señale y lo grite.

Pero la solución no puede ser una estrategia de odio y de venganza. La solución no puede ser un hombre sombrío y taciturno que solo sepa señalar culpas y solo sepa rumiar resentimientos y hacer promesas. La solución no puede ser un esquema de desconfianza y de recelo, de arbitrariedad y de amargura. Colombia tiene que ser capaz de algo mejor que el monólogo de un hombre que no se comunica siquiera con su propia gente, que es un enigma incluso para sus amigos. Alguien que parece cerrado y trancado por dentro, que desconfía hasta de su sombra, y que solo ve a su alrededor traiciones y conspiraciones.

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Este gobierno es como un barco en el que cada día se oye el grito de “¡hombre al agua!”. Uno tras otro se van desgranando todos sus devotos colaboradores. Cada uno recibe su objeción, cada uno falla. Un día el propio jefe lo dijo ante el país entero: “El presidente es revolucionario pero el gobierno no lo es”. Nadie le da la talla, nadie es tan recto, tan hondo, tan abnegado, tan indiscutible.

Para quien recuerde la historia, así era Robespierre, que se llamó a sí mismo “el incorruptible”, y que con la ferocidad de las mejores intenciones terminó descabezando a todos sus amigos y aliados. Pero detrás de Robespierre al menos hubo un hecho histórico de la mayor importancia: la Revolución Francesa; aquí apenas hay pequeños y oscuros escándalos casi privados: un hijo, una niñera, un hermano, una secretaria, un socio, una escapada, un viaje secreto, una intriga, un traidor, un desleal, un desagradecido, un golpe blando, una conjura, un complot. Y como los puestos son favores, hay mucha ingratitud. Qué irrisión.

Si falla la Reforma Agraria, fue Cecilia; si fracasa la reforma fue el ministro; si falla la Paz, fue Danilo; si falla la licitación, fue Álvaro; si nadie pudo hablar con él, fue la secretaria; y el que cuente algo es un conspirador, y el que critique es un blasfemo, y si alguien quisiera que se vaya, es un hereje.

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Todavía Colombia no es una tiranía. Todavía Colombia es la vieja democracia imperfecta que no le da a nadie lo que se le debe, ni justicia, ni seguridad, ni educación adecuada, ni salud oportuna, ni empleo, ni estímulos, ni oportunidades. No está llena de presos políticos, no se estorba a la prensa aunque se la odie, ni se oprime al ciudadano aunque se lo exprima sin cesar. Nos gobierna apenas un tribuno grandilocuente y quejoso que se victimiza sin fin y que se va aislando cada día más hasta el punto de que ya solo lo rodean los aduladores ambiciosos que diseñan interpretaciones de la ley a su medida, y dicen amarlo con impudicia, y le prometen que reinará por los siglos de los siglos.

Si el país no se ha hundido, es exclusivamente porque la gente no lo deja hundir. No es por el gobierno que el peso no se derrumba y que la precaria economía se sostiene: es por el rebusque, por los negocios ilícitos, por las remesas, por el petróleo al que ahora se odia, por las empresas de las que ahora se desconfía. Pero la seguridad está cada vez peor; la mortandad de jóvenes alarma; la extorsión impera en las calles; el secuestro vuelve; el actual gobierno nada ha modificado, nada que sea verdaderamente profundo y duradero. Él mismo lo reconoce cuando afirma sin pudor que en tres años no ha podido encontrar el gabinete que le permita cumplir su programa. Pero eso solo puede significar que no estamos ante el proyecto de un pueblo sino ante el delirio de un hombre.

Y por eso el discurso que nos rige, sin dejar de predicar la crispación, y de descargarle un colérico juicio final a amigos y enemigos, sigue montado sobre la esperanza. Tiene razón quien dice que el presidente gobernó seis meses, y cuando vio que su estrategia no funcionaba optó por seguir hablando como candidato. Es como candidato y casi como jefe de la oposición que lleva ya tres años aprovechando el vitrinazo de los medios públicos, utilizando el presupuesto nacional para aureolar su desdicha de haber sido elegido, y escudándose en un eslogan lastimero: “Es que no me dejan hacer nada”.

Curiosamente es en eso en lo que más se parece al viejo establecimiento colombiano, que siempre esgrimió dos excusas: “Es que somos muy pobres”, “Es que cambiar este país es muy difícil”. Y señalar culpables es más fácil que encontrar soluciones.

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El que solo vende futuro siempre tiene algo que ofrecer. Le diseñaron un importante Plan de Desarrollo: lo desdeñó. ¿Hacer algo? Los planes de largo plazo no le gustan, él quiere efectos súbitos. No entiende que lo único que cambia al mundo son los planes de largo plazo aplicados desde ahora y sin descanso.

Pero el ilusionista no quiere procesos, quiere resultados, y por eso termina descubriendo, como cualquier demagogo, que lo único que arroja resultados contables e inmediatos son las promesas.

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