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UNO ENTRA EN LA ABADÍA DE WEST- minster, en el centro de Londres, con la idea de que se está internando en un templo, pero a medida que avanza por sus criptas y sus capillas comprende que se trata más bien de un cementerio. Una severa necrópolis llena de la gloria y del olvido de las generaciones humanas.
Almirantes, capitanes, ministros, parlamentarios, obispos y príncipes yerguen sus severas esculturas de mármol, que recuerdan el momento más alto de sus vidas o el gesto más representativo de su espíritu. A este capitán, muerto en el momento mismo de la victoria, su pueblo conmovido lo eternizó, a punto de recibir de un ángel el aro de laurel. Y ese legislador, y ese cónsul, y ese virrey de la India con todos los arreos de su oficio.
Tumbas tan viejas que han perdido sus nombres, “porque también para la tumba hay muerte” (el verso es de Quevedo), otras que han perdido las imágenes que adornaron sus paredes: alguna conserva una reproducción, para que por unos días se recuerde ese grupo de santos, esa caravana de sombras que lo acompañaba o lo despedía. Efigies yacentes de mármol, con las manos unidas en adoración, con las barbas rizadas; alguna todavía pintada de colores vivos, apoyada en un brazo, y con los ojos terriblemente abiertos. Hay estatuillas de mármol tan antiguas y tan frecuentadas por las manos piadosas de los visitantes, que lo que fueron rostros se han gastado del todo y ahora son superficies lisas, borradas por la fe y por el tiempo.
Viendo la historia de Inglaterra reducida a borrosas fechas y reliquias mortales, uno avanza entre un hormigueo de letras latinas que evocan hechos y destinos, que celebran grandes jornadas o deploran irreparables desenlaces. Son himnos silenciosos al triunfo de la muerte, testimonios feroces de nuestra patética mortalidad, y cuando son tan solemnes como esta abadía, hacen sentir más hondo el poder de la muerte, la virtud igualadora de su aguijón y de su victoria.
Aquí está la tumba de Isabel Primera, que gobernaba el mundo en tiempos de Shakespeare, y de las escuadras piratas. Cuesta aceptar que bajo este mausoleo más bien modesto pero expresivo, repose uno de los seres más poderosos que hubo en la tierra, y también de los más cultivados. Y aquí la de María Estuardo, que no fue nunca reina de Inglaterra, pero que tiene una tumba más lujosa. En torno de la nave central, urnas de reyes; “El fuego examinó sus monarquías” (dice otra vez Quevedo).
Todo es solemne y sombrío, sin orden ni concierto, porque ante la muerte no sobreviven grados ni jerarquías, ni tronos ni dominaciones. Y de repente, en medio del rigor y el poderío, aparece una luz, un destello, que acabará por ser un presagio. Una placa luminosa protege las cenizas de Lady Ana, la esposa de Eduardo y nuera de Enrique de Lancaster, que desposó en la vida a Richard de York, pero que en la memoria musical de Inglaterra sostiene uno de los diálogos más célebres de la literatura, ante el deforme Ricardo III, quien logra seducirla “en el mayor odio de su corazón, con maldiciones en la boca y lágrimas en los ojos, al lado del ensangrentado testigo de su odio”, en una página de Shakespeare.
Y unos pasos más allá, el reino de la muerte desaparece. Íbamos poseídos por un espíritu de gravedad, pero algo liviano y alado levanta el ánimo, abre en esta Abadía un rincón de gracia, una pausa de alegría e incluso de buen humor. Es “el rincón de los poetas”. Un monumento a Dryden, un busto de Longfellow, una evocación de Mathew Arnold y de Ruskin, un busto de Burns y otro de Coleridge, una escultura pensativa de Wordsworth, vitrales que recuerdan a Pope, Wilde y a Marlowe, a Herrick, Housman y Burney. Y de repente ya no es la muerte sino la vida impúdica lo que se conmemora en este rincón de la Abadía, ya no nos cruzan pensamientos sombríos sino rachas de ingenio y de vitalidad.
Esta placa recuerda a Robert Browning (cuando los rojos y azules eran rojos y azules de verdad); a su lado está Tennyson (rómpanse las olas del mar contra las rocas grises y heladas); un poco más allá sobre la tierra está el nombre de Auden, quien vio caer a Ícaro del cielo; enseguida el de Hopkins, y el de un americano al que hizo inglés la poesía, T. S. Eliot (la niebla amarilla que frota su hocico contra las vidrieras, el humo amarillo que frota su espalda contra las vidrieras), y Dylan Thomas, y D. H. Lawrence, y al lado de esa tempestad que fue Lord Byron, un ideograma mágico hace brotar el recuerdo de Lewis Carroll deshacedor de la lógica, festejador de la metafísica, y santificador del retruécano.
¿Cómo podría estar la muerte aquí? Todo de pronto es vida, pasión, humor, ingenio, el deleite y la música. Basta avanzar un poco y estamos en presencia no de los medallones votivos sino de las aureolas de dos seres angélicos, John Keats y Percy Bysshe Shelley, y en el muro las sombras de las hermanas Bronte; y decoran el suelo y lo ennoblecen los nombres de Garrick y Macaulay, de Johnson y Charles Dickens. Y en el nicho central, sin ninguna solemnidad y con el desparpajo de la vida, cómoda y apacible, una estatua de Shakespeare preside este rincón de sombras ilustres y felices, que han borrado a la muerte, que están muy vivos todos, y no sólo están vivos sino que día y noche nos reparten vida y felicidad a manos llenas.
