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Al lado del museo Nacional de El Cairo, cerca de la célebre plaza de Tahrir, donde se vivieron las violentas jornadas de la primavera árabe hace tres años, hay ahora un edificio de varios pisos completamente carbonizado.
Aunque el museo está intacto, y en él la memoria de un país donde nació la civilización, basta ese edificio ennegrecido para señalar que algo muy difícil ocurre en ese país bello y fantástico. Basta sentir el clima de tensión, la inestabilidad política que mantiene varados los barcos de turismo en los muelles del Nilo, la excesiva presencia del ejército en la vida cotidiana, la creciente presencia del radicalismo musulmán y su tensión con los militares que derrocaron hace un año al primer gobierno democrático del país, para sentir una crisis que no resulta fácil comprender.
A diferencia de los tiempos en que el Alto y el Bajo Egipto, los reinos del loto y del papiro, se unieron para formar la antigua civilización faraónica, hace mucho tiempo la historia de Egipto no es sólo la historia de Egipto: es la historia de Grecia, que vino con la espada de Alejandro Magno; de Roma, que sostuvo a Cleopatra, amante de César y de Marco Antonio; del Imperio Romano de Oriente; del mundo árabe que ocupó el país y prolongó por los siglos su presencia, hasta el punto de que ya casi no es posible encontrar habitantes nativos, salvo en los nubios del sur: todos están mezclados del griego, del romano, del árabe, del turco.
Es también la historia de Bizancio y los otomanos, y es la historia de las potencias coloniales que llegaron más tarde. Los habitantes repiten que esas potencias no buscaron jamás el bienestar del pueblo egipcio: sólo aprovechar la situación geográfica del país como enclave del mundo antiguo. Egipto fue siempre un alto de las caravanas que venían desde Túnez, cruzando los oasis de Libia, que se unían a las caravanas de Arabia hacia Persia, y que, enlazadas con la Ruta de la Seda, atravesando el Asia, trazaron hace siglos el primer gran boceto del mercado mundial.
Egipto padeció más tarde la invasión napoleónica: entonces la Esfinge vio pasar en todas direcciones a las tropas francesas, y el país conquistó su primera independencia con el apoyo de los turcos, bajo el nunca olvidado Muhammed Alí, cuyo nombre volvió familiar en Occidente el boxeador Cassius Clay. Más tarde las viejas dominaciones fueron reemplazadas por la inevitable Inglaterra.
El proyecto inglés culminó en 1869 con la construcción del Canal de Suez, que unió el Mediterráneo con el Océano Índico. Inglaterra no sólo obtuvo los dones del Nilo, algodón y cereales, sino el paso de sus barcos mercantes hasta la India y el lejano Oriente.
El país les debía la vida a las crecientes del Nilo, que fecundan el desierto con los limos que bajan del corazón de África, pero igual le debía la muerte. Esas inundaciones traían cíclicos desastres, y repetían la historia mítica de las vacas gordas y las vacas flacas del sueño del faraón que José, hijo de Jacob, descifró hace milenios.
Egipto sabía que a ese torrente de vida, a la sangre verde del Nilo, había que ponerle un cerebro, una represa que permitiera manejar a voluntad las crecientes. Inglaterra construyó una represa insuficiente, pero cuando los egipcios decidieron hacer una represa verdadera y tomar el destino en sus manos, las grandes potencias se negaron a contribuir a su financiación: un Egipto libre no era prioridad para nadie.
A esto se debe el prestigio mitológico de Gamal Abdel Nasser, el coronel que a mediados de los años cincuenta nacionalizó el Canal, se enfrentó a ingleses, franceses e israelíes y, ante la imposibilidad de encontrar ayuda en los invasores eternos, aprovechó la guerra fría para obtener la ayuda de los rusos y construir la represa de Asuán, que es hoy el cerebro del río y una de las claves de la economía egipcia.
La otra clave se la habían dejado al país los dioses y los siglos: su tesoro arqueológico, las pirámides, la Esfinge, el Valle de los Reyes, las joyas del arte faraónico, del arte toloméico, del arte islámico, que a pesar de tantos saqueos y depredaciones, hicieron de Egipto uno de los mayores yacimientos de la memoria cultural de la humanidad.
La vieja pasión por Egipto se moderó en oleadas de turistas y el país pasó a depender del turismo como casi su principal fuente de ingresos. Pero el turismo es una industria, un tipo de relación con la realidad, y en el país islámico ha crecido la desconfianza frente a los modelos de Occidente. Mucho antes de las Cruzadas, el diálogo de civilizaciones había sido reemplazado por guerras y saqueos, y una parte de Egipto recela de las potencias occidentales. Muchos ven en las recientes invasiones a Afganistán, Irak y Libia, abusivos esfuerzos de Occidente por imponer su modelo mediante la arrogancia y la fuerza.
La hermandad musulmana, a la que se atribuyen atentados contra el turismo, tiene ahora más ascendiente sobre la población. El ejército intenta mantener sobre la sociedad el poder que Hosni Mubarak mantuvo por décadas, y su alianza con Occidente. Pero ahora, después de la discutida elección hace un mes de Al Sisi, del que muchos esperan que sea un nuevo Nasser, la hermandad musulmana contraataca.
Occidente no les ha demostrado a los egipcios que le interesa su bienestar, y no, como siempre, el algodón, los cereales, las tumbas de los reyes, los obeliscos, los sarcófagos, la geopolítica, el canal, el petróleo. Y ese edificio calcinado en el centro de El Cairo, al lado del Museo que protege la memoria, parece una metáfora del contraste entre el pasado admirable y el presente amenazante.
William Ospina *
