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El salvaje Oeste

William Ospina

06 de abril de 2025 - 12:05 a. m.

Heidegger dijo alguna vez que el capitalismo se va a encargar de exprimir hasta el último rincón del planeta. Groenlandia es la isla más grande del mundo, pero hasta hace unos días era invisible. Al parecer no había nada en ella. Era una interminable capa de hielo hacia el norte y una imperforable corteza de hielo hacia abajo. Puede tener llenas de oro o de petróleo las entrañas, pero definitivamente no hay cómo sacarlos. Al oro hay que liberarlo de la materia que lo guarda y para eso se usa mercurio: tienen que destrozar decenas de toneladas de piedra para extraer unos gramos de oro, y dejar la región envenenada.

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Groenlandia era, además, “última Thule”, un último rincón del mundo. Como se decía antes non plus ultra, nada hay más allá. Pero una vez más el espíritu empresarial de la época nos da muestras de su perspicacia. Si el mundo es una esfera, después del final sigue el comienzo: allí donde se acaba el mundo, allí es donde empieza. Basta variar de ángulo y Groenlandia se convierte en una pálida llanura atravesada entre América y Asia con un polo magnético en su interior.

Donde los ojos de la humanidad ven problemas, los ojos de la codicia ven negocios. Donde la tradición solo vio llanuras desoladas, mares inhóspitos, criaturas blancas perdidas en la blancura, auroras boreales y un frío que entumece y que quema, el gran poder ve trayectos, rutas geoestratégicas, imágenes memorables, paraísos turísticos, hielo firme donde enclavar bases militares y sobre todo uno de los frigoríficos más grandes del mundo. Porque la Edad Media pudo ver el frío como una maldición, pero el siglo XXI sabe que también el frío es un negocio.

Ese mismo pragmatismo sin límites para el que no hay nada sagrado, para el que no hay nichos de la memoria sino lotes de engorde, ni selvas vivas sino paisajes madereros, ni altares de piedad sino canteras, ni horizontes de humanidad sino bodegas de recursos, esa mirada obscena que puede imaginar a Gaza como un balneario sin memoria, mira hacia Groenlandia y ve algo jugoso: el paso más estratégico entre Europa, Rusia y Norteamérica, una vieja base militar entre laberintos de hielo donde los Estados Unidos de la guerra fría perdieron algunas bombas atómicas, y ahora, gracias al cambio climático, rutas para los acorazados, cielos limpios para los bombarderos, tierras para llenar las fotografías con osos polares y focas, casas de colores sobre un fondo glacial y escasos nativos pintorescos.

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En Oriente medio, en Europa, en Suramérica sentimos como una profanación que los países puedan ser vendidos, pero nadie ignora que los Estados Unidos se hicieron así: ayer comprando la Florida a los españoles, hoy comprando el valle del Mississippi a los franceses, mañana arrebatando medio México a los mexicanos, pasado mañana comprando Alaska a los rusos, y tomando Panamá, y ocupando Hawái, de modo que si de esos Teodoro Roosevelt vienen estos Donald Trump... ¿cómo escandalizarse?

Groenlandia emerge de pronto como el gran botín, una inmensa reserva de recursos que activan las glándulas salivares del capitalismo salvaje. Y de los gobiernos de hoy también puede decirse lo que dijo Víctor Hugo de los Césares de Roma: que “entraban por azar, le daban una dentellada al género humano, y después se iban”.

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Pero Groenlandia guarda más sorpresas. Es posible que tenga esas tierras raras que hoy son la obsesión de la industria que los utiliza en toda suerte de dispositivos tecnológicos, pero el gran salto de la inteligencia artificial, con el cual Estados Unidos aspira a mantener su supremacía a pesar de las armas de Rusia y de la avasalladora pujanza económica de China, necesita ingentes cantidades de agua y continua refrigeración.

La experiencia de los últimos treinta años nos deja ver lo que se viene: la tecnología actual ya logra en un año lo que antes requería diez, así que los empresarios afiebrados se están sintiendo a horas de unos saltos de siglos; la aceleración de la historia promete ser brutal, el consumo de energía de la inteligencia artificial será gigantesco, y están viendo en Groenlandia el desmesurado frigorífico de tamaño continental que esa industria requiere, con toda el agua necesaria para realizar sus últimas hazañas contra el mundo.

Eso es lo que le hace decir a Trump cosas que ya eran sacrílegas mucho antes de Hitler, que apoderarse de ese territorio ajeno es vital para ellos, y que lo conseguirán a las buenas o a las malas. Claro que Dinamarca va a invocar el Derecho Internacional, y la OTAN, si sobrevive, esgrimirá el argumento de honor de que no se puede amenazar a un aliado, y Europa clamará que es un alto proyecto de civilización lo que está siendo traicionado.

Pero Occidente está corriendo el riesgo de convertirse en el salvaje oeste, que no se detiene ante nada. Si para cualquier pueblo el suelo de la patria es sagrado, solo en Estados Unidos no es un pecado pensar que la tierra puede venderse y la patria puede comprarse. Ahora piensan que fue apenas con dólares y balas como ensancharon su territorio, ganaron dos guerras mundiales, establecieron su supremacía planetaria y se inventaron el sueño americano, y se olvidan de Emerson y de Whitman, de Lincoln y de Franklin Delano Roosevelt.

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Sienten que fue un tosco pragmatismo lo que les dio su grandeza, y no es imposible que, si no bastan los dólares, caigan en la tentación de ponerle al amigo el cañón en la sien.

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