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El silencio de la luz

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William Ospina
11 de mayo de 2014 - 02:00 a. m.
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En el avión nos llevaba a México, a la triste y solemne ceremonia de honrar las cenizas de García Márquez, tuve la fortuna de conversar unas horas con Salvo Basile, y aliviar así la pesadumbre de ese viaje.

Lo había visto muchas veces, pero nunca habíamos conversado. Hablamos de Gabo y el cine, de la propia trayectoria de Salvo como actor y productor de películas, de su colaboración con personajes como Sergio Leone, Werner Herzog o el talentoso y un poco monstruoso Klaus Kinski. Me habló de cómo filmaban westerns en Andalucía, de la producción de esa suerte de catedral gótica que es “Érase una vez en América”, y de los milagros del cine italiano.

Le conté que un día había visitado Casarsa, el pueblo de Pier Paolo Pasolini a la sombra de los Alpes dolomitas, donde todavía los viejos amigos del poeta se reúnen a recordarlo, donde conocimos a la anciana que hospedó a la familia cuando el poeta tenía por toda posesión una carretilla con libros, donde todavía está su escuela de friulano para los muchachos del pueblo, y donde a la sombra de unos laureles están las tumbas de Pasolini y de su madre.

Pasamos de Fellini a Bertolucci, de Ettore Scola a Visconti y a la poesía italiana, y terminamos hablando de Dante. Como en las fiestas con Gabo, bastó comenzar para que vinieran a la memoria muchos versos de la Divina Comedia, y mientras allá abajo desfilaban el lago inmenso de Nicaragua, los volcanes de El Salvador y las selváticas costas de México, íbamos visitando los reinos del más allá, en los tercetos de Dante.

Borges dejó dicho que La Divina Comedia “es el libro más justificable y más firme de todas las literaturas”. Siempre lo he creído, desde cuando en mi adolescencia la lectura del propio Borges me inició en el más bello poema de amor de la literatura, tan admirable en la filigrana de cada verso como en su asombroso tejido de conjunto.

Entonces recordé que una tarde en México, hablando de cine, compartimos con Gabo la extrañeza de que ese libro de episodios tan tremendos y espacios tan espléndidos no hubiera dado una gran película. Recordé una barca, a la salida del Purgatorio, llena de penitentes que esperan zarpar. Dante los muestra cantando el salmo In exitu Israel de Aegypto, domus Iacob de populo barbaro, (Al salir Israel de Egipto, la casa de Jacob de un pueblo bárbaro), pero la barca no tiene velas ni remos. Uno ya se pregunta cómo hará para navegar, cuando un ángel desciende, se instala en la popa, extiende las alas, y empieza a empujar con ellas la embarcación sobre el agua.

Esa fuerza visual está por todas partes: en el viento que arrastra a Paolo y Francesca entre millares de almas arrebatadas como una bandada de estorninos; en los condenados que saltan en la ciénaga ante el ángel como ranas que huyen de la serpiente enemiga; en los hombres que se convierten en serpientes; en ese obispo Ruggieri que roe para siempre la nuca de Ugolino. Era extraño que no hubieran hecho una gran película con ese libro.

Con los ojos brillantes Gabo me dijo entonces que le gustaría hacer el guión de esa película, y añadió con una sonrisa traviesa que estaba seguro de encontrar enseguida quién quisiera producirla. Le dije que quedaba a la espera de esa aventura, que le devolvería a La Divina Comedia su actualidad ante los públicos contemporáneos. Pero sé que era apenas uno de los miles de proyectos que se le ocurrían, de los que sólo podía llevar a término unos cuantos.

Fue en ese momento cuando Salvo me habló de Roberto Benigni. Me dijo que el director y actor de “La vita é bella”, con la que obtuvo el Oscar a la mejor película extranjera, se había dedicado en los últimos tiempos a algo inesperado: leer en público por toda Italia La Divina Comedia, con éxito asombroso. Me recomendó buscar Tutto Dante, de Benigni, y ese consejo fue para mí un regalo que quiero compartir con mucha gente.

Dos días después, pasando por una librería, vi en la vitrina un libro con un retrato en blanco y negro, y el título: Mi Dante, de Roberto Benigni, prólogo de Umberto Eco. Esa misma noche, tras leer sus comentarios a la Divina Comedia, busqué en la red un video de Tutto Dante, y encontré la escena increíble: un actor solitario en un tablado, que mantiene embrujados por horas a miles de espectadores leyendo versos clásicos y comentándolos con una gracia, una pasión y una sabiduría que no parecen posibles en los tiempos que corren, cuando se piensa que para cautivar muchedumbres se requieren poderosos efectos escénicos, inversiones descomunales y estridentes montajes.

Benigni está demostrando que es posible volver a conmover a la humanidad con la sola música del lenguaje, la pasión de la literatura y la sabiduría del comentario. Claro que hay que añadir un talento histriónico extraordinario. Pero no es simplemente un regreso al tiempo de los rapsodas griegos o de los juglares medievales: hay algo muy contemporáneo en esas muchedumbres acomodadas en sus sillas en las grandes plazas italianas, que ven salir al actor entre la música, como dispuesto a una travesura, y un rato después están estremecidos de pasión trágica, ante ese proyecto que convierte en un gran acontecimiento estético de nuestra época un poema que parecía guardado en el cofre de los siglos.

Son dignos de la belleza del poema los comentarios. Baste decir que cuando Dante afirma haber llegado a un sitio “d’ogni lucce mutto”, Benigni traduce ligeramente el hecho poético. Nos dice que, según Dante, “la oscuridad es el silencio de la luz”.

 

William Ospina*

 

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