EL MÁS CÉLEBRE RELATO DE BORGES narra el hallazgo de un objeto casi indescriptible, un mínimo lugar del universo donde se encuentran todos los lugares, vistos desde todos los ángulos y desde todas las distancias, un breve resplandor en el que es posible ver todas las cosas, el universo entero “sin superposición y sin transparencia”.
Todos los críticos están de acuerdo en que Borges en ese relato alcanzó la plenitud de su arte literario, y logró el propósito de hacernos percibir, a despecho de las limitaciones del lenguaje, que es parcial y sucesivo, la condición absoluta y simultánea del Aleph, la réplica encantada del universo.
Borges no sólo nos cuenta que ha visto con sus propios ojos el Aleph en un sótano de Buenos Aires, “una esfera tornasolada de casi intolerable fulgor”, y que, antes de él, su detestado rival Carlos Argentino Daneri lo ha visto también, y ha utilizado esa imagen como inspiración para redactar un poema farragoso e irrisorio. Se permite el lujo de tejer otras variaciones sobre ese objeto fantástico. Sugiere que el Aleph que ha visto podría ser un falso Aleph, que el Aleph verdadero está quizás en otra parte. Recuerda los objetos que describió en Brasil el infatigable Richard Burton: el espejo de Alejandro Bicorne de Macedonia, que reflejaba al mundo entero; el espejo con el que Luciano de Samosata examinaba la Luna; la diáfana esfera de Júpiter; el espejo universal del mago Merlín. Pero después añade que esos espejos y esferas son meros instrumentos ópticos; que el Aleph verdadero no puede ser un objeto para mirar el universo, sino que tiene que ser el universo. Y añade que en la mezquita de Amr, en El Cairo, los creyentes saben que el universo está en una de las incontables columnas de piedra que bordean el patio central. Nadie puede verlo, pero quienes acercan el oído a la superficie pueden oír en breve el atareado rumor de los mundos.
El desafío de Borges es literario y filosófico. Se trata, en su relato, de encontrar un estilo, un recurso, que le permita hacer sentir al lector, mediante palabras sucesivas, la acumulación, la reverberación y los vértigos de un ínfimo punto en el que mágicamente caben todas las cosas. De aproximarnos, también, a esa noción moderna de que lo grande y lo pequeño son convenciones que desaparecen ante la mera postulación de lo infinito. En un tiempo infinito hay tantos siglos como segundos. En un espacio infinito no hay universo que no sea un átomo de algo más grande, no hay átomo que no sea un universo. Esos abismos concéntricos que enloquecían y aterrorizaban a otras edades, en la nuestra apenas causan un ligero estremecimiento. Nuestra época, adicta a lo increíble, consume los prodigios como espectáculo, porque esencialmente no cree en ellos. Para su escepticismo todo es posible, pero nada es probable. Y tal vez es a eso a lo que llamaban Nihilismo los alarmados profetas del ya lejano siglo XIX.
Hace poco, recorriendo las páginas siempre sorprendentes y a menudo conmovedoras de un libro sobre las mitologías del Indostán, encontré una versión del Aleph harto anterior a las de Borges, a las del expedicionario políglota Richard Burton y a las del viajero celestial Luciano de Samosata. Figura en los relatos de la vida de Krishna.
Como se sabe, Krishna no es sólo el octavo avatar de Vishnú, sino el único en que el dios ha encarnado de un modo pleno. Ni el Pez, ni la Tortuga, ni el Jabalí, ni el Hombre-león, ni el Enano, ni el Monje, ni Rama-el-del-hacha, y acaso ni siquiera el Iluminado Buda han traído a la tierra la plenitud del dios. Sólo Krishna, el Oscuro, el Atractivo, el Destructor del mal, el Tocador de flauta, el Bromista, el Cantor del Bhagavad, el Guerrero del Mahabharata, la Luz negra que engendró en Radha al Embrión de Oro, la totalidad de los cuerpos sutiles, lo ha hecho.
Adentrarse en la historia y en la esencia de Krishna es interrogar el Universo, pero es también correr el riesgo de perderse en un mar de extrañas equivalencias. Su madre es el Conocimiento; su padre es el Texto de los Vedas; sus Vacas son los Versos Sagrados de las Escrituras; su Maza es el Dios Creador; el dios Rudra es su flauta; los Ascetas son sus árboles; las 16.108 vírgenes que lo amaron son los Versículos de las Escrituras. Ante él el Odio se convierte en un guerrero, la Envidia en dos púgiles, la Arrogancia en aquel Rey de los elefantes que fue llamado Tortura-de-la-tierra, el Orgullo en un Demonio-pájaro. No hay emoción suya, ni gesto, ni cosa de su entorno, que no se vuelva divina y no encarne en un dios. A la manera sabia y extenuante de los hinduistas, creer en algo es un dios, dudar de ese algo es ya un dios distinto, arrepentirse de haber dudado es a su vez un dios nuevo.
Pero una de las historias de su infancia es la más límpida y la más conmovedora. Cuenta la tradición que un día en que Krishna, de ocho años, jugaba con otros niños, uno de sus hermanos buscó a la madre y le contó que el pequeño estaba comiendo tierra. La madre, indignada, buscó a Krishna y le dijo: “¿Es verdad que estás comiendo porquerías?”. El niño, con cara de inocencia, le respondió: “No es verdad. No he comido nada”. “Tu hermano me ha dicho que estabas comiendo tierra”. “Es mentira”, dijo Krishna. “Muéstrame la boca”, dijo entonces la madre. Y el niño abrió la boca. Su madre se asomó a la boca de Krishna y vio primero las montañas, y en ellas los bosques. Después vio las ciudades y el mar y las tempestades, y más allá vio la Luna y el Sol y las estrellas, vio los tres firmamentos, y el enjambre infinito de los mundos, y sintió vértigo, porque en la boca de Krishna estaba el universo. Allí comprendió con terror que su hijo era un dios. El niño cerró la boca, y sonrió en su cara bellísima, y la madre olvidó lo que había visto, porque sólo olvidando podía seguir siendo la madre de aquel niño.
No sé si este Aleph es menos profundo que el de Borges, pero posiblemente es más bello.