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El veneno y el remedio

William Ospina
21 de junio de 2020 - 05:08 a. m.

Es verdad lo que les oímos decir en estos días a varios personajes del poder colombiano: que la droga no es un crimen sino una tragedia.

Pero lo es en primer lugar para los campesinos que se ven obligados por falta de alternativas a producir hoja de coca para sobrevivir, bajo la persecución del Estado y bajo las lluvias de glifosato que no acaban solo con la coca sino con las otras plantas, con las salamandras, los grillos, las abejas y los pájaros, y con la salud de los seres humanos.

Es una tragedia para la vida en general y para los pobres en particular. Lo es para todo el que tiene que lanzarse a la aventura de conseguir dinero por los caminos de la ilegalidad, lo es para muchas personas de los estratos medios de las ciudades a las que la desesperación o la tentación las lleva a ocultar droga en maletas de doble fondo, a esconderla en los repliegues de sus trajes, a llevarla bajo riesgo de muerte en sus propias entrañas, y aún para los que teniendo otras alternativas sucumben a la fiebre del enriquecimiento y terminan llenando las cárceles cercanas o remotas.

La historia reciente de Colombia y en parte de América Latina es la historia de esa tragedia. Hace algunos años una cuña publicitaria hablaba de “la mata que mata”. Pero en la naturaleza, como decía Paracelso, todo es veneno y todo es medicina, solo depende del uso y de la dosis. Con la misma amapola que se convierte en heroína y en opio se hace la morfina, que trajo bendiciones a una especie “que busca el bien sensible y huye del dolor”. Ahora también sabemos que la marihuana, tan perseguida por los Estados durante décadas, posee grandes virtudes medicinales. Países valerosos se han atrevido a legalizarla, y la consecuencia es que algunos Estados del principal país prohibidor replicaron esa legalización y hasta están montando una lucrativa industria legal.

Así comprendemos que la tragedia no es la droga, sino la prohibición de la droga, que convierte absurdamente un asunto de salud pública o de recreación privada en un problema de policía. Siempre es necesario recordar que en Estados Unidos, en los primeros años del siglo XX, se prohibió el alcohol, y la consecuencia de esa prohibición no fue acabar con el consumo ni detener el alcoholismo, sino añadir a los daños del consumo incontrolado la aparición de mafias poderosas que bañaron de sangre las calles de Nueva York y de Chicago, que corrompieron a la policía y a la justicia, y que desencadenaron el crimen.

Mientras haya seres humanos habrá consumo de drogas, y si no lo entendemos así pasaremos siglos tratando de corregir un problema creando uno mayor. No es lo mismo una droga como el alcohol vendida en los estancos, que una droga distribuida clandestinamente, es decir, libremente, en las calles. Porque, como le oí decir un día a un senador norteamericano, “es más fácil comprar droga prohibida en las calles que droga controlada en una farmacia”. Y es mucho mayor el daño que producen las mafias, sus vendettas, su justicia privada y su poder corruptor, que el daño que producen el whisky clandestino, la marihuana y la cocaína.

La tragedia de la droga es la tragedia de la prohibición de la droga. Sobre todo porque, como lo comprobamos todos los días, cuanto más se prohíbe más se consume, cuánto más se la persigue más se trafica con ella, y hasta las agencias encargadas de combatirla tienen la curiosa estrategia de inducir a las gentes al tráfico para poder capturarlas cuando caen en la tentación. Y después de 50 años de una guerra tan costosa como inútil, todavía vienen a decirnos que una brigada de militares extranjeros va a enseñarnos cómo ganarla.

Pero se diría que toda prohibición es una tentación. Nunca se leyeron tanto las rosadas blasfemias de Vargas Vila como cuando la iglesia las prohibió. Y si algo puede demorar la aconsejable extinción de las corridas de toros es la tentación de ciertas autoridades de prohibirlas.

Es absurdo que se penalice no solo el tráfico de cocaína, sino el cultivo de subsistencia de la hoja de coca: es como si no sólo prohibieran el aguardiente, sino el cultivo de caña de azúcar, porque de allí se saca ese licor. Pero más grave que la tragedia de la prohibición es la doble moral de unos gobiernos y unos funcionarios que consideran criminal e imperdonable el tráfico cuando lo hacen los pobres acosados por la necesidad, pero lo consideran una dolorosa tragedia y un error corregible cuando lo realizan los privilegiados o sus parientes.

En nuestro país, en nuestros países, la droga ha sido para muchísima gente excluida del orden de los privilegios un recurso de supervivencia, y así será mientras no tengamos una economía incluyente que le ofrezca a la gente alternativas justas de ingresos en el orden de la legalidad.

Cuando las drogas, que en manos de las mafias generan tanta violencia, se transformen en sustancias controladas por los Estados, comprenderemos qué locura fue permitir que su prohibición convirtiera nuestros países en un infierno de crímenes, de cárceles, de corrupción, de violencia desenfrenada y de negocios mortales. Para algunos poderosos es fácil utilizar a los pobres como instrumentos, pero la gran mayoría de los atrapados son esos aventureros pobres que se arriesgan a cruzar las fronteras con sus paquetes mientras los cargamentos siguen rutas más seguras, a veces bajo el amparo de grandes poderes.

Voces muy influyentes nos han dicho esta semana que la droga es una tragedia, y saben bien que en países como el nuestro mucha gente corre el riesgo de caer en las redes del tráfico y del consumo. Pero si entienden eso ¿por qué persisten en esta guerra inútil y obscena que es la prohibición? ¿Por qué apoyan esa política? ¿Por qué arrojan a los pobres a las cárceles, por qué insisten en culpar a los campesinos por producir una planta que es un bien ancestral de nuestra cultura? ¿Por qué no buscan un remedio real para el problema? ¿Por qué la doble moral? ¿Por qué el doble discurso?

Si tienen tanto corazón para entender la tragedia de los suyos, no deberían ser tan implacables con las personas humildes que cultivan por necesidad una planta sagrada, con los pobres que se lanzan por necesidad a buscar fortuna en esos ríos peligrosos.

 

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