Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Algunos maestros se propusieron abiertamente cambiar el mundo, contrariando las ideas y las costumbres de su tiempo.
Ninguno tan simpático como Diógenes, que se convenció de que la riqueza no consiste en tener mucho, sino en necesitar poco, y decidió renunciar a todo lo que no fuera indispensable. Lo que él hizo con el mundo material fue lo mismo que hizo Descartes con el mundo intelectual, lo que Husserl hizo después con la tradición filosófica. Mientras Platón escribía sus diálogos, que han educado a las edades, Diógenes simplemente caminaba por las calles de Atenas, dando ejemplo de su manera de vivir.
Su doctrina eran sus actos, sólo educaba con el ejemplo, exigía que la ciudad le diera lo indispensable para vivir, que era mínimo, a cambio de soportar que él le dijera sólo la verdad, que siempre es tan molesta. Porque la verdad duele y fastidia, como ciertas medicinas, pero es lo único saludable. Y como Diógenes no le debía nada a nadie, pero además vivía en una sociedad respetuosa de las verdades, se dio el lujo de contrariarlos a todos, de darles su medicina amarga, de burlarse de la riqueza y de burlarse del mayor poder.
Es fama que Alejandro, ya dueño de Grecia, se enteró de la leyenda de Diógenes y quiso conocerlo. Llegó con su cortejo, con su esplendor, hasta el lugar de Corinto donde Diógenes vivía, casi desnudo, en un tonel abandonado, y le dijo: “Pídeme lo que quieras, Diógenes, y te lo concederé”. Su respuesta es tal vez la más famosa de la historia: “Que no me quites el sol”. No sólo le estaba diciendo: “Apártate, que me estás haciendo sombra”. También le estaba diciendo: “Lo único que le pido al poder es que me deje ser quien soy y no me quite lo que es de todos”. Alejandro, esclavo de sus ejércitos y de sus ambiciones, debió de comprender que aquel era un hombre libre. Y dicen que le oyeron decir que si él no fuera Alejandro de Macedonia, el único hombre que le gustaría ser sería Diógenes. Ahí tenemos la primera versión del cuento del príncipe y del mendigo.
La humanidad recuerda como sus más grandes maestros a los que supieron contrariarla. Dos de ellos, Sócrates y Cristo, recibieron en pago la muerte, y eso parece haber hecho más grande su triunfo. Pero también quisieron volver voluntariamente al origen, antes de la escritura, renunciaron a lo único que parece prometer la inmortalidad, que es la letra escrita, y pudiendo escribir en el papel o en la piedra, prefirieron escribir en las almas. No deja de ser sorprendente que las enseñanzas no escritas sean las más poderosas, que las leyes no escritas sean las más respetadas.
Aunque quizás esto sea menos un hecho que un símbolo. Tal vez no ocurrió de ese modo, pero la humanidad ha querido recordarlo así. En realidad el socratismo y el cristianismo terminaron siendo verdaderas apoteosis de la escritura: a falta de un Cristo tuvimos cinco, a falta de un Sócrates tuvimos 20, pero en todos ellos persiste esa valoración del hombre que habla, de la enseñanza viva, y del ser que sólo fue maestro porque supo estar con los otros; porque hicieron de su magisterio presencia e influjo directo sobre los otros, porque en ellos el verbo se hizo carne.
La de Cristo podría parecer la doctrina más negativa de la historia y, sabiendo cómo somos, una de las más difíciles de cumplir. Amar a los enemigos, volver la otra mejilla, dar al ladrón más de lo que quiera llevarse, no oponer resistencia, pedir sólo el pan de cada día, no acumular riquezas, humillarse, identificarse con el más desdichado, perdonarlo todo, ser el último. Lo que está contrariando este maestro no son las costumbres de tal o cual pueblo, son las tendencias espontáneas de toda la humanidad.
Él debía de saber que en esos términos era imposible ser cristiano. La verdad es que no tenemos pruebas de que, salvo Cristo, alguien más haya sido verdaderamente cristiano. Y lo que tenemos que añadir es que no es por haber sido un dios que pudo cumplir esa doctrina, sino que por haberlo hecho, es un dios. La humanidad occidental acogió esa doctrina, pero no ha sido capaz de cumplirla, más bien la ha traicionado de todas las maneras posibles. Sin duda son las opulentas y facciosas iglesias, los impíos y violentos jerarcas los que más la han contrariado, pero el mundo tampoco ha sido capaz de renunciar a ella, e incluso hoy, cuando ya no hay mazmorras ni inquisidores que amenacen en su nombre, cuando sería fácil desdeñar su doctrina como locura o como utopía, Cristo sigue siendo uno de los personajes más fascinantes de la historia o de la fantasía, y muy pocos se animarán a negar que era un maestro.
Pareciéndose a Diógenes, es más grave; pareciéndose a Buda, es más dramático, y buena parte de la imaginación contemporánea parece girar en torno a su escatología. Algunos de los libros más actuales de occidente, como El evangelio según Jesucristo, de Saramago, La última tentación de Cristo, de Kazantzakis, La puta de babilonia, de Fernando Vallejo, o El reino, de Emmanuel Carrère, giran sobre él o sobre su sombra, y nada parece insinuarse más en el horizonte de la historia, en el planeta entero, que los estragos del Apocalipsis.
Resulta difícil de creer que 20 siglos de historia de una parte considerable de la humanidad hayan sido marcados tan poderosamente por unas cuantas palabras pronunciadas en las orillas polvorientas de un mar menor por un ser desconocido. Eso es tal vez lo máximo que se puede decir sobre la figura de un maestro y sobre el poder de su magisterio.
Hoy, como hace 20 siglos, seguimos esperando mucho de los maestros. Pero tal vez los de hoy ya no aspiran a cambiar la historia universal y a marcar las edades. Tal vez ya no queremos verdades absolutas ni doctrinas que duren siglos. Nos cuesta creer en un cielo como el que proponen las iglesias, pero cuando vemos en internet documentales sobre la magnitud del universo, casi resulta más fácil creer en esos viejos cielos ingenuos que se parecían tanto a nosotros, a nuestros miedos y a nuestras esperanzas. Queremos preocuparnos un poco más por el mundo que tenemos que por el mundo que vendrá.
Los maestros de nuestra época nos ofrecen doctrinas menos impresionantes y menos sobrehumanas; no quieren enseñarnos a ser eternos ni a ser divinos, sino a reconocer la divinidad de lo que tenemos, la discreta vida cotidiana que parece humilde, pero que es asombrosa y desconcertante.
