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En el país de las leyes que no se cumplen

William Ospina

18 de febrero de 2023 - 09:05 p. m.

A veces me pregunto si en el país de las leyes que no se cumplen, el presidente Petro ha caído en la ingenuidad de pensar que lo que se necesita en Colombia son leyes. Es tal vez por esa ilusión antigua de que las leyes buenas cambiarán nuestra historia, por lo que, en lugar de confrontarlos, o de ponerlos en cintura, el gobierno transa con los políticos de todos los pelambres para que le aprueben sus leyes.

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Pero no es la legislación lo que tiene postrado al país, basta ver las muchas buenas cosas que ordena la Constitución desde hace treinta años y que nunca se vuelven realidad: es la politiquería, son los políticos, que en este país de pobres viven como reyes, que se hacen elegir gastando asombrosas fortunas que después tienen que pagar los contribuyentes. Y son esos políticos que así compran los puestos (porque hasta hacer publicidad política pagada es comprar el puesto), los que ponen toda clase de condiciones en el trámite de los proyectos de ley, y les sacan beneficios personales a los cambios que intentan abrirse camino.

El gobierno no se debería ilusionar. Si sus leyes vulneran privilegios, no se las van a aprobar antes de mellarles el filo. Nunca se ha visto que un régimen de injusticia se haga harakiri por amor a la justicia. Yo oigo a menudo los discursos de Petro y me digo que buena parte de lo que el presidente señala es verdad. A pesar de su vanidad, de su manera alegre de sacar billones imaginarios del cubilete (para comprar tierras, para reconstruir autorrutas colapsadas, para rediseñar el Metro de Bogotá, para construir los grandes trenes que unan los litorales), creo que a él le gustaría cambiar las cosas, porque eso sería hacer historia. Pero una vez más lo que se hace evidente es que el problema de Colombia no es solo el qué sino el cómo. No bastan las buenas intenciones, ni siquiera los buenos discursos: hay que lograr hechos reales.

¿Se puede cambiar un país donde el Estado es un inmenso aparato de corrupción, de legalismo tramposo, de burocracia, de trámites, de ineficiencia y de irrespeto por el ciudadano, sin enfrentar siquiera un poquito a los políticos que viven de esa corrupción, de ese legalismo y de esa parálisis? Yo lo dudo. Aquí para aprobar las leyes primero las liman, las recortan, las frenan, las enmalezan, y las dejan listas para que no se apliquen.

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Hay que ver lo que ha pasado con el despojo de tierras: ya existen las leyes de restitución, pero de seis millones de hectáreas arrebatadas con violencia no se ha restituido medio millón en diez años, y como lo que va quedando es lo más difícil, se necesitaría un siglo para el resto. Los políticos hacen bien su tarea.

El presidente quiere cambiar el tremendo horizonte de injusticia en la propiedad sobre la tierra. Ha dicho que piensa comprar 3 millones de hectáreas para dárselas a los campesinos. Y entonces los ganaderos, que supuestamente eran sus adversarios, que tienen 39 millones de hectáreas, la mayor parte de ellas improductivas, han saltado de gozo y han corrido a prometerle que se las venderán, a precio comercial, de 20 millones de pesos por hectárea. Tendría que destinar el gobierno 60 billones de nuestro presupuesto, el monto de tres reformas tributarias como la que acaban de aprobar, para cumplir con esa meta.

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Y no quedaría un peso para lo más importante, que es la necesaria inversión en vías, en distritos de riego, en infraestructura, en centros de acopio, en insumos, en estudio y gestión de mercados, para volver realidad la necesaria, la urgente revolución agroindustrial, antes de que los campesinos se vean obligados a vender de nuevo sus tierras a menor precio, mientras los terratenientes se habrán embolsillado todo el dinero de la nación. La intención es buena, el método es equivocado, el resultado sería desastroso.

¿Por qué no intentar un sistema agroindustrial solidario, que no tiene que ser a escalas faraónicas, y que rinda a cada quien beneficios históricos? Que los propietarios aporten tierra, los campesinos un trabajo bien remunerado, los industriales infraestructura, que el Estado coordine, y aporte la gestión de mercados, y asegure un reparto equilibrado de la gran bonanza que sin duda se obtendría, beneficiando principalmente a los trabajadores.

Hace poco visité en Honda una finca que produce albahaca para exportación. No solo me pareció hermosa y eficiente, con un cultivo adecuado al suelo y al clima: comprobé con asombro que solo tres hectáreas generan 50 empleos permanentes, que de esas tres hectáreas viven 50 familias. A ese ritmo, en diversos cultivos estratégicos, en que se unan el conocimiento, el trabajo y la diversidad del territorio, ya 300 mil hectáreas serían capaces de producir millones de empleos, y ni siquiera demasiado lejos de los centros urbanos.

Lo otro que a todos nos preocupa es la paz: no conozco un solo gobierno en lo que llevo de vida que no haya llegado al poder a hacer la paz. Justo en el año en que nací, 1954, Rojas Pinilla llegó al poder porque era urgente hacer la paz. Y comenzaron los procesos de paz que desde entonces son una de las más firmes tradiciones de Colombia. El proceso de paz siempre llega: la paz no llega nunca.

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¿Por qué? Porque la paz no es una cosa en sí misma sino una consecuencia de distintos factores; los países que viven en paz la han conseguido como resultado de cosas que aquí nunca se han hecho: crear una economía productiva e incluyente que le dé a la gente trabajo, tranquilidad y futuro; diseñar una educación que además de formarnos bien como seres humanos y como ciudadanos, cultive nuestros talentos, forme nuestra responsabilidad y nos abra horizontes (no es apenas ampliar los cupos que tenemos, ni mejorar los edificios, sino fortalecer de verdad nuestras capacidades), articular la educación con la sociedad y con la economía, desplegar grandes procesos culturales que fortalezcan la índole pacífica, laboriosa y solidaria de los ciudadanos.

Yo creo que la paz se alcanza primero aliándose con los pacíficos, que son la inmensa mayoría, antes que negociando con los violentos. Y no digo que a estos no se los pueda desmovilizar, es necesario; que no se los pueda indultar, a veces es útil. Lo que no se puede es buscar la paz en lo secundario, que son todos esos forcejeos con los violentos y con las leyes, y no en lo principal, que es darle impulso, oportunidades y capacidad de iniciativa a la ciudadanía pacífica, y sobre todo a la juventud.

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A la juventud: que no quiere seguir viviendo del rebusque, que quiere trabajar, que aspira a una riqueza legítima, que no quiere seguir siendo condenada por un Estado perverso a vivir de la informalidad, de la desesperación y del delito. Qué triste que tantos jóvenes, para poder llevar un año ropita de marca, como los jóvenes de todo el mundo, aquí lo tengan que pagar con la vida.

Dejemos de volver protagonistas solo a los políticos y a los delincuentes, dejemos de cifrar todas las esperanzas en leyes que nunca se aplican y en forcejeos que nunca terminan, volvamos protagonistas a los ciudadanos, a su iniciativa, su creatividad y su alegría. Hagamos menos promesas con las arcas vacías, no formemos multitudes llenas de ilusión que nos alaben, desatemos las manos y las mentes de una sociedad que apenas sí sobrevive. Y sobre todo pongámosle límites al Estado paralizante y ladrón.

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