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En nuestros primeros doscientos años (II)

William Ospina

24 de julio de 2010 - 11:00 p. m.

CUANDO EMPEZAMOS A ROMPER con España, Francia se convirtió en la hermana mayor de nuestra aventura cultural.

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Si el rey comenzó a incomodarnos fue por el ejemplo de Francia, y dado que el rey había sido aquí más una leyenda que una presencia, nadie se resignó a inventarse un rey de carne y hueso. La idea de la soberanía del pueblo caló en esta sociedad subordinada durante siglos, que ya quería valer por sí misma, abandonar su condición fantasmal.

Pero las palabras Libertad, Igualdad y Fraternidad, que ya sonaban paradójicas en la Francia de 1789, parecían locura en nuestras sociedades porque, como había advertido Humboldt, la colonia dejaba un sistema oprobioso de estratificaciones y sería muy difícil que las gentes pudieran verse como conciudadanos.

Lentamente fueron llegando los libros franceses, los sabios alemanes, los ejemplos de Estados Unidos y de Haití. La Declaración de Derechos de Virginia, replicada por los franceses y por sus esclavos haitianos, vio de pronto la luz en nuestras calles traducida por Antonio Nariño. La naturaleza americana arrojaba otra luz sobre nuestra originalidad y encontró un prisma nuevo en el viaje de Humboldt por la región equinoccial. Éste advirtió en la Expedición Botánica una analogía posible entre las ideas y las semillas, entre la taxonomía y las búsquedas de la identidad, entre los frutos de la naturaleza y las rebeliones de la sociedad.

La Ilustración era una enredadera pertinaz y sutil que penetraba en los espíritus, que establecía analogías entre los bosques y las sociedades, entre el orden cósmico y el orden social. La geometría ayudaba a exigir que la sociedad tuviera su centro en sí misma y no en la corona española, ni en el mercado inglés, ni en el Vaticano. Hasta la astronomía predicaba los principios de la democracia, desde cuando un poeta renacentista llamó al cielo “dilatada república de luces”.

Lo que anhelábamos no era distinto de lo que estaban anhelando las revoluciones de Europa. Lo diferente era la realidad. Era más fácil allá soñar con repúblicas, y es admirable que los padres de nuestras patrias tuvieran la audacia de intentarlo en este suelo “todavía blando y mojado del diluvio”, cuando las repúblicas todavía eran casi una quimera.

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Unos cuantos soñadores llevaron lejos su ambición, pero la mayor parte de los jefes tenían sueños más moderados: querían cierta autonomía bajo el poder del trono; o que el rey viniera a gobernar sus dominios, como el emperador de Portugal había fijado su realeza en playas del Brasil; o que encontráramos entre nuestros prohombres mestizos uno que pudiera llevar sobre sus sienes la diadema. Hasta hubo quienes soñaron con importar algún muchacho de sangre regia para que fuera rey de estos morichales.

Y allí aparece la importancia de hombres como Bolívar. Hijo de Rousseau, discípulo de Voltaire y de Montesquieu, émulo de Napoleón pero opuesto a sus ambiciones monárquicas, había sido también interlocutor de Humboldt en París y en Roma, y era el gran radical: más que la independencia, quería la libertad, la igualdad y la fraternidad. No quería sólo liberar un mundo, sino en cierto modo inventarlo, contagiar a todo el continente su necesidad de tener una patria, un destino y un sitio en la historia.

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Con Bolívar también se afirmaba aquí la importancia de los individuos, el primado de la voluntad. Todo lo tuvo que aprender en el taller de los hechos, en la intemperie de la guerra y en la escuela de la adversidad. Aprendió a triunfar a punta de derrotas y aprendió a crear instituciones gracias al horror que fueron produciendo en él, en su sensibilidad y en su pensamiento, los desenfrenos y las atrocidades de la guerra.

Todo el paisaje europeo era un antiguo campo de batalla, siglo a siglo los generales habían codificado la geografía, los climas, los recursos: habían escrito entre todos el tratado de la guerra europea. La naturaleza de la región equinoccial de América es tan distinta, desmesurada e indomable, que hacer la guerra aquí suponía casi inventar lo imposible. Y la guerra no era sólo contra los adversarios, era contra la incredulidad, la falta de convicción y la falta de persistencia de los propios americanos, contra la inclemencia de los climas, los accidentes geográficos, las selvas, los desiertos, las tempestades, la niebla y el abismo.

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Por ello, conocer a Bolívar termina siendo también conocer un mundo. Bajo la estrella de las repúblicas, él tenía ya el presentimiento de que esa estrella no bastaría para salvarnos, de que necesitábamos la unión continental. Luchaba contra la creencia que nos dejó el colonialismo de que somos humanos de segunda categoría, contra esa costumbre de tener el cuerpo aquí y el alma lejos, creyendo siempre que la belleza, la verdad y la historia están en otra parte. Luchaba contra las supersticiones y los privilegios de la monarquía; contra la discriminación por el origen: el hecho de que haber nacido en América fuera un obstáculo para vivir en la propia América; contra las infinitas estratificaciones que nos legó la dominación española: por la riqueza, por la raza, por la educación, por la legitimidad o ilegitimidad del nacimiento, por la región a la que se pertenece; contra la incapacidad mental y casi física de vernos y de ver nuestro mundo, de aceptarnos a nosotros mismos y a nuestros conciudadanos.

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Nada de eso podía corregirse mientras estuviéramos postrados a los pies de los monarcas y de los espejismos medievales de Europa. Las ideas nuevas bien podían ayudarnos a cambiar nuestra manera de pensar y de existir. Fundar repúblicas fue asumir de un modo nuevo el ideal de la igualdad: no sólo ser iguales en lo que se recibe, sino sobre todo ser iguales en lo que se intenta.

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