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Formas de la belleza

William Ospina

20 de noviembre de 2010 - 09:50 p. m.

CUENTA THOMAS MANN QUE LA MItad de la belleza destinada a los humanos le fue concedida al joven José, hijo de Jacob, y que la otra mitad fue repartida entre el resto de la especie.

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Las gentes peregrinaban de muy lejos para ir a ver ese joven modesto y misterioso que apacentaba las ovejas de su padre en los campos del Hebrón. Sin embargo, también cuenta el novelista que, si se lo miraba bien, José tenía los lóbulos de las orejas un poco más abultados de lo conveniente. Todo para agregar que esa imperfección lo hacía más agradable, ya que el que juzga la belleza necesita tener siempre algo que perdonar.

Esa es una de las ideas poderosas del arte moderno: un poco de imperfección mejora las cosas. Hay pueblos en los que está prohibido hacer cosas perfectas. Siempre hay que dejar algún hilo suelto en los tejidos, algún verso cojo en los poemas, alguna piedra sin pulir en la bóveda, alguna disonancia en la música. Baudelaire, dicen, pulía mucho los versos, pero al final malograba voluntariamente alguno, dañaba la medida, la cadencia, para producir la sensación de espontaneidad y de vaga torpeza. Y también se dice que Miguel Angel, cuando estaba terminando el David, dejó voluntariamente un pedazo sin tallar en la coronilla, para que por esa superficie en bruto su titán siguiera unido a la cantera de la que procedía.

Tendemos a pensar que las artes son el reino de la belleza, de la armonía y del orden, pero basta mencionar esas propiedades para que surjan y nos asalten sus contrarias, de modo que el arte se convierte también en el refugio de la fealdad, de la discordia y del caos. Monstruos, criaturas deformes, crímenes, pesadillas y apocalipsis llenan también sus horizontes, porque, aunque belleza y fealdad no sean la misma cosa, inevitablemente marchan juntas, y no se puede decir que más de la una sea menos de la otra, porque el problema no es cuantitativo: pertenece siempre al orden de las cualidades.

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“Lo bello es difícil”, concluye Sócrates después de una larga conversación con su amigo Hipias. Tal vez no hay nada sobre lo cual se haya discutido más, pero la belleza, que tanto apreciamos y buscamos en la vida y en el arte, sigue siendo algo muy difícil de definir. La pensamos como algo deseable, infinitamente conveniente y placentero, pero más de una vez se nos recuerda que puede ser fuente de conflicto y de aflicción. Ya en el primer poema de Occidente, la excesiva belleza de una mujer causa la destrucción de un mundo y la muerte de incontables seres humanos. Y  también en la leyenda griega la mitad de la belleza destinada a la tierra le había sido concedida a aquella hija de los amores de una ninfa y de un cisne.

En realidad la belleza tiene menos que ver con la armonía que con la intensidad, y por eso lo bello puede ser amenazante. Rilke incluso escribió que lo bello “es esa forma de lo terrible que todavía podemos soportar”. Otro poeta nos dejó esta plegaria: “Dios mío, que no haya tanta belleza”. Y con ello tal vez quiso decir que lo bello, antes que tranquilizar, altera, preocupa, conmueve, desvela e incluso desespera a los seres humanos.

La belleza puede ser muchas cosas distintas. La de las catedrales góticas, por ejemplo, está envuelta siempre en una coraza de horror: hay algo amenazante en esos templos oscuros e inmensos. Osip Mandelstam hablaba de “las costillas monstruosas de su estructura”; las bestias y demonios de sus gárgolas nos hacen sentir el costado más sombrío del orden mental cristiano, que sacraliza apenas la mitad del mundo y sostiene la existencia de otra mitad tenebrosa y maligna, cuyo pan es la culpa, cuyo origen nunca se explica, cuya consecuencia es la promesa de una eternidad atormentada.

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Desde el comienzo de los tiempos todo el caudal del mito estuvo lleno de elementos perturbadores. Hay algo en las mitologías que tiende a lo monstruoso: esos cuerpos de humanos ensamblados en cuerpos de animales, esas alas de pájaros de los ángeles, esas colas de peces de las sirenas, ese torso de humano del minotauro, esos cascos solípedos de los flechadores centauros, esa cabellera de Medusa, donde cada cabello puede silbar y morder,  están lejos de una apacible idea de lo bello. Y lo mismo podemos decir de los mitos  del Indostán y de los pueblos nativos de nuestra América. Están hechos para hacernos creer en la verdad de aquella frase que se atribuye a Baudelaire: “Lo feo puede ser hermoso, lo bonito nunca”.

El mundo no es humano: no tiene por qué corresponder a nuestros gustos particulares. Las generaciones se van acomodando a esa realidad inabarcable, van incorporando nuevas formas y nuevas posibilidades a su estética, y mientras Hamlet le dice a Horacio que hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que puede soñar nuestra filosofía, es fácil admitir que hay más posibilidades de belleza de cuantas abarca nuestro orden mental o sensorial.

Todo el arte moderno ha sido un esfuerzo por encontrar belleza allí donde nos dijeron que no estaba. Y creo que también fue Thomas Mann quien dijo que la cultura no es más que la lenta y benéfica incorporación de lo monstruoso y de lo sombrío en el culto de lo divino.

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