TENÍA YO DIEZ AÑOS CUANDO LLEgamos a Fresno, en 1965.
Toda la infancia habíamos viajado, de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad, y yo tenía la sensación de que le habíamos dado la vuelta al mundo. Cuando tuve por fin ocasión de mirar en un mapa las rutas que habíamos hecho, descubrí que simplemente habíamos dado vueltas alrededor del Nevado del Ruiz.
En esta ocasión, por única vez, veníamos de más lejos, de Cali, el otro lugar donde nací, pero en ninguna parte de la geografía habíamos durado más de tres años. En Fresno aprendí lo que es permanecer en un sitio, tener amigos duraderos, vivir en paz. Los años anteriores habían sido de violencia inclemente y ahora, de repente, se abría el remanso ficticio del Frente Nacional, esa pausa entre dos guerras que nos hizo vivir por primera vez la ilusión de la modernidad.
En Cali había conocido los deleites de la vida urbana, el mundo siniestro de las radionovelas vespertinas, las largas tardes de domingo a la orilla de los ríos felices. En Fresno viví la novela de un lugar donde todo el mundo conoce a todo el mundo, donde las costumbres son siempre compartidas. Todo lo que estaba pasando en Colombia pasaba en ese pueblo de la cordillera: la nueva ola, la televisión, el cine, la música, los diarios, las revistas. Los sueños de los años sesenta, que despertaban a la juventud del planeta, llegaban intactos a ese alto de las montañas desde donde se ve en los días despejados el resplandor del Valle del Magdalena, y a donde baja en los días fríos toda la niebla gótica de mis pueblos de infancia.
A pesar de haber vivido en Cali, yo era, como me dijo un día el poeta Jorge Rojas, un hombre de Letras. Del páramo de Letras, se entiende. Y había vivido entre extremos: de las nieblas del páramo, de las gargantas oscuras de Herveo y de Cerro Bravo, de la vegetación de esas cuchillas negras, de esos abismos anteriores a la historia que rodean la tierra de mis abuelos, a las llanuras encendidas del Valle del Cauca, donde había brisa libre y palmeras ardientes, mangos y chontaduros, gentes de raza negra bailando la tarde entera en las discotecas a la orilla del río.
Fresno estaba a mitad de camino entre esos mundos extremos. No parecía posible encontrar en la tierra paisaje más feliz, veranos más deleitables, noches más abiertas al cielo. Debo decir que entonces no sólo viví en Fresno sino en los años sesenta, y lo que necesitaba para alimentar el espíritu lo encontré en esas calles, en esos billares, en esas cantinas de tangos y mala vida. Pero también estaban la biblioteca de Gonzalo Jaramillo, unas noches sin luz, llenas de canciones y cuentos y amores tácitos, los músicos amigos de mi padre, la pluralidad de talentos estéticos de Julián Santamaría.
Y amigos como Hernando Toro, el primero que conocí, cuya tía Maruja trabajaba en la televisión. Vivimos una larga conversación de años y en él encontré alguien lleno de información sobre el mundo y de opiniones sobre la realidad. Tal vez era el único que en aquellos lugares oía música de Led Zeppelin y de los Beatles. José Botero intentó hacer de mí un buen atleta, un buen futbolista, un buen basquetbolista. Fue inútil. Unas semanas en un hospital de Cali me habían enviciado a los placeres de la imaginación y me habían acercado a los libros.
En 1967 llegó a nuestro curso Édgar Castaño. Puedo decir que ese hecho fue definitivo para mí. Era un muchacho rubio y rojo, extraordinariamente tímido y por cierto genial. Tenía trece años, pero ya había escrito dos novelas de vaqueros como las de Marcial Lafuente Estefanía, de esas en las que, cuando los pistoleros disparan, el autor escribe ¡bang, bang! Sabía de ácidos y de venenos, de películas y de canciones, de técnicas de fotografía y de asuntos científicos. Había inventado un aparato para proyectar diapositivas, y como había sido auxiliar de su padre en una sala de cine en Samaná o en Villahermosa, había sustraído algunos fotogramas de las películas, bien escogidos para que se pudiera entender la historia, y los proyectaba ante pequeños auditorios, contándoles él mismo la historia.
Por aquellos días comenzaba la hazaña de la llegada del hombre a la Luna, las tripulaciones previas remontaban el firmamento, describían órbitas alrededor del satélite, pronto descenderían al desierto lunar. Édgar consiguió la dirección de la Nasa y escribió pidiendo información sobre el alunizaje: le enviaron unos folletos explicativos y con ellos Édgar se encerró varios días en su casa, con la asistencia de algunos de sus quince hermanos. Un día me llevó a una habitación y me mostró lo que había hecho: una réplica en cartón blanco del cohete Saturno V, más grande que nosotros, y que se podía desarmar en distintos módulos. “Aquí van los tanques de oxígeno líquido”, me decía. “Esta es la cápsula en que van a viajar los astronautas”. “Y esto que ves aquí es la araña que se va a posar en la superficie lunar”. Hasta había dibujado en el exterior la bandera de los Estados Unidos y el escudo de la Nasa. De modo que cuando en 1969 el Apolo 11 llegó a la Luna, nosotros sabíamos muy bien cómo se había preparado todo.
Yo leía cada quince días la revista Life, que cubrió todos los acontecimientos de la época. La muerte de Robert Kennedy y de Martin Luther King, la entrada en Checoslovaquia de los tanques soviéticos, la rebelión de mayo del 68 en París, los debates de los existencialistas, el comienzo del hippismo, el festival de Woodstock, el premio Nobel de Pablo Neruda. También vimos en las paredes la última proclama de Camilo Torres desde las montañas.
Hace poco nos invitaron a Fresno Laurita Cuartas y Consuelo Viana, Lucía Malavera y Silvia Ordóñez para un encuentro de amigos. Me habría gustado en ese encuentro contarlo todo, pero siete años no se cuentan en una hora, porque a los acontecimientos exteriores hay que añadir los espantos de la conciencia que despierta, el descubrimiento del amor, del placer, de la embriaguez, de la felicidad, del horror también.
Un día alcé la vista y ya no estaba Fresno alrededor. Habían terminado los años sesenta; ya se terminaba la adolescencia. Nos dejaron llenos de dudas y de asombros, de preguntas y rostros. Y para muchas preguntas posteriores las respuestas sólo podían estar en ese mundo previo, tan vivo en la memoria. Porque nosotros podemos irnos de un lugar donde hemos vivido intensamente. Pero ese lugar no se irá nunca de nosotros.