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Traducción de La expiación, un poema de Victor Hugo.
Nevaba. Habían sido vencidos por sus víctimas.
Por la primera vez el águila inclinó la cabeza.
Qué oscuros días. El emperador volvía lentamente
dejando atrás las llamas de Moscú entre humaredas.
Nevaba. El áspero invierno se fundía en avalancha:
tras las llanuras blancas otras llanuras blancas.
Ya no se distinguían los jefes ni las banderas.
Ayer el gran ejército, ahora solo un rebaño,
y no podían verse las orillas ni el centro.
Nevaba. Los heridos se abrigaban en el vientre
de los caballos muertos. Y en el umbral de los campamentos,
se veía a los trompeteros helados en sus puestos,
todavía firmes, vigilantes y mudos, blancos de escarcha,
con sus bocas de piedra soldadas a las trompetas de cobre.
Balas, metralla, obuses, entre los copos blancos,
llovían; los granaderos, espantados de verse temblando,
erraban pensativos, con hielo en sus bigotes grises.
¡Nevaba! ¡Nevaba siempre! La brisa fría silbaba.
Sobre los campos congelados, en lugares sin nombre,
no había pan para ellos e iban todos descalzos.
Y ya no eran guerreros, corazones vivientes,
eran un sueño errante en la bruma, un misterio.
Un desfile de sombras bajo el oscuro cielo.
Y la soledad vasta, espantosa a la vista,
estaba en todas partes, vengadora y callada.
Tejía el cielo sin ruido con esa espesa nieve
para el inmenso ejército un inmenso sudario.
Y cada uno, sintiéndose morir, estaba solo.
¿Alguna vez saldremos de este imperio funesto?
Eran dos enemigos. El zar y el norte. El norte era el peor.
Volcaban los cañones para incendiar las cureñas;
el que se acostaba, moría; en un tropel incierto y borroso,
huían, y el desierto devoraba el tumulto.
En los bultos confusos que formaba la nieve,
podía verse que allí se habían dormido los regimientos.
¡Ah, ponientes de Aníbal, madrugadas de Atila!
Fugitivos, heridos, moribundos, cofres, camillas, literas;
se oprimían en los puentes para cruzar los ríos.
Se dormían diez mil, se despertaban cien.
Ney, a quien poco antes seguía todo un ejército,
defendiendo un reloj, huía de tres cosacos.
Cada noche, ¿Quién vive? ¡Alerta! ¡Asalto! ¡Ataque!
Los fantasmas tomaban sus fusiles, y contra ellos
veían precipitarse, terribles, tenebrosos,
con gritos semejantes al graznido de los buitres calvos,
escuadrones fatales, torbellinos de hombres feroces.
Así un inmenso ejército se perdía en la noche.
Y el emperador estaba allí, de pie, mirando todo.
Era apenas un árbol viendo venir la sierra.
Sobre aquella grandeza, intocada hasta entonces,
la desgracia, el siniestro leñador, iba ascendiendo.
Y ese roble viviente al que insultaba el hacha,
temblando ante el espectro de pacientes venganzas,
vio cómo iban cayendo alrededor sus ramas.
Capitanes, soldados, cada uno a su turno.
Y mientras, rodeando con devoción el sitio,
viendo su sombra ir y venir bajo la tienda,
esos que aun confiaban en su suerte y su estrella,
seguían acusando de irrespeto al destino,
él por primera vez sintió espanto en su alma.
Confuso ante el desastre, sin saber qué decirse,
volviéndose hacia Dios, el hombre poderoso
tembló; Napoleón vio que estaba pagando
tal vez alguna culpa; lívido, sin sosiego,
ante aquellas legiones hundidas en la nieve,
dijo: “¿Es este el castigo, Señor de los ejércitos?”.
Sintió que lo llamaban de pronto por su nombre
y alguien desde la sombra le dijo entonces: “No”.
