(Primera entrega de una serie detres textos sobre lo que encuentra el viajero en la India contemporánea)
SABÍAMOS QUE EN LA INDIA, EN LOS tiempos antiguos, la literatura y la filosofía carecían de protagonistas, que aquí todo tendió siempre a atribuirse a la memoria común, o a esa condensación de las costumbres y las generaciones que son los héroes mitológicos y los dioses.
Ello contrasta con la infinita sensación que produce la India de que aquí todos son protagonistas. No hay un país donde la gente parezca menos estar imitando algo, estar siguiendo una orden, una consigna. Nada más alejado de lo que parece ocurrir en un gigantesco país vecino donde el Estado lo es todo, y el gran líder traza en el aire el gesto que repetirían las muchedumbres.
Digo que en la India todo gesto parece salir de muy adentro, lo mismo el ciego que toca el tambor a las puertas del único templo vivo de Khajuraho, y a quien en vísperas de la noche de la luz los paseantes dejan en el plato un poco de golosina de arroz, el yogui voluminoso pintado de blanco que alza sus brazos en el muelle frente al Ganges, el dependiente de hotel que nos impide dejar en el cuello de piedra de Ganesha una guirnalda usada “porque en los cuellos de los dioses sólo se pueden poner guirnaldas nuevas”, el vendedor de brocados que se envanece de tener una industria tan refinada y tan propia que ha sido de su familia por siete generaciones, y de sólo trazar en plata en sus telares, por la enorme dificultad del trabajo, unas pocas variaciones de dioses y de mitos, o los dolientes ante el palacio sombrío de Varanasi, que bajan gritando con el muerto por los peldaños ennegrecidos y depositan la parihuela de bambú, dejando el cadáver con los pies sumergidos en el agua fangosa, y que se turnan para bañar el cuerpo muerto cubierto de seda amarilla y para verter en su boca el agua liberadora del Ganges. En todos está la convicción de unos actos que no son impuestos por la política o por la moda sino dictados por el alma: y eso significa que aquí sólo impera la tradición.
La pobreza, claro, ayuda a ello. Tal vez porque, como dijo alguien, “mientras haya pobres habrá poesía”, y por estas calles abigarradas y estos campos que en el más populoso país del mundo parecen despoblados, la mayor parte de la gente no está en condiciones de situarse por encima de las circunstancias, de asegurarse contra el azar, contra el dolor y contra la muerte. Sólo le queda entonces el escudo sagrado de la tradición: el millón de rituales, amuletos, rezos, gestos y filigranas que hacen de la India el más vasto y conmovedor entramado de la memoria humana, un solo templo continental con millones de dioses, millones de leyendas y una naturaleza infinitamente interrogada y cifrada en el mito.
Un indio tiene respuestas compartidas para casi todo. Si le preguntas por qué estos tres elefantes en un friso de Kajuraho tienen detalles distintos te hará ver bien cómo, ante dos hombres que han empezado a combatir, la fila de los elefantes se ha detenido tan abruptamente que el segundo está chocando con el primero, como lo indica la trompa inclinada, y el tercero ha intentado detenerse, alzando la cabeza con alarma. Si le preguntas por qué una de las cinco clases de muertos que no se pueden cremar, y que hay que arrojar enteros a las aguas del Ganges, es la de los picados por culebra, te hablará del viejo temor de que exista un mantra que les permita volver a la vida. Si le preguntas por qué Ganesha, el dios con cabeza de elefante, tiene un colmillo roto, te recordará aquel día en que el dios quiso contar su historia, y no teniendo una pluma para escribir, echó mano de su propio colmillo.
Uno podría pasarse la vida escuchando esas historias que lo abarcan todo, el agua y el aire, el fuego y el hielo, el incienso y el sándalo, los animales y los árboles. Todo está interpretado en el caudaloso río del lenguaje, pero de una manera tan copiosa, tan inventiva, y con tan bruscas y alarmantes flores de la imaginación, que todo puede llegar menos el tedio. Estas gentes le conceden importancia hasta a los más pequeños detalles, y su familiaridad con el mundo a veces causa inquietud a los visitantes.
Los indios, que se bañan sin fin, y que son tan escrupulosos de la limpieza personal, no tienen una excesiva repugnancia por nada humano, ni por los olores ni por las sustancias. Un país tan populoso no estimula la excesiva intimidad, y los bañistas de Orcha casi se desnudan a la vista de los otros sin que nadie mire con demasiada curiosidad.
Y así como no hay demasiado egoísmo tampoco hay demasiada compasión: el perro con el lomo en carne viva pasa sin que nadie lo mire, el moribundo a orillas del río mansamente espera la muerte. A cada quien su dolor y su gloria, porque nadie está desamparado: una muchedumbre de dioses vigila por cada uno y explica cada llaga y cada espasmo, y un orden cósmico a la vez clarividente y asombroso incluye en una rueda de milenios cada pequeño dolor humano o animal.