POR LAS AVENIDAS ESTRIDENTES, llenas de coches y bicicletas y tractores y carretas tiradas por búfalos, y de motocicletas que casi siempre llevan una mujer sentada atrás, de costado, con el sari de vivos colores ondeando en el viento; en ese pandemónium festivo que son las calles urbanas de la India, pasan lentas y pensativas las vacas majestuosas, entre el respeto de todos, y se echan a su antojo en mitad de la vía, ante la paciencia de los conductores, a veces adornadas con collares de colores y cencerros de bronce o, como las hemos visto esta semana por las calles de Gwalior, con los cuernos pintados de amarillo o de rojo y un penacho de plumas de pavorreal en la frente, cerca ya del nirvana.
Nadie pensaría en la monstruosidad de matarlas y de comérselas. Pero nadie piensa tampoco en matar a los pequeños chinches negros que se ciernen al atardecer sobre todo, se enredan en el pelo, se meten entre la camisa, pululan contra las vitrinas blancas llenas de dioses de teca y de sándalo, insectos inofensivos y molestos cuya única huella es el aroma acre que despiden y que dura un instante.
Nada tan conmovedor en la India como este respeto religioso por la vida. A él se debe la abundancia de monos en los parques, los loritos verdes en las cornisas de los palacios clausurados de Orcha, el bullicio ensordecedor de los pájaros en los bosques urbanos al atardecer, las ardillas rayadas que se pierden entre los árboles, los búfalos de cuernos retorcidos nadando en el fango, los miles de camellos en las ferias de los desiertos de Pushkar, los enjambres de moscas que visitan las siestas del verano, los enormes murciélagos que cuelgan de los árboles a plena luz, los coloridos elefantes del sur ataviados con trajes de ceremonia, las cobras que se arquean al soplo de la música y, sobre los hondos prados verdes, en el centro de una ciudad de 16 millones de habitantes, el asombro de ver sin descanso las águilas que vuelan sobre nuestras cabezas.
La India está llena también de cosas desagradables, pero mi experiencia personal es que ninguna dura el tiempo de pensarla, siempre llega enseguida otra sensación, otro olor, otra imagen. Después de la orina amoniacal, el olor de un perfume, después de la imagen del viejo encogido, del enfermo palidísimo, del muerto ya ante las humaredas, las barbas blancas y los rostros pintados de los santos caminantes, el fucsia y el lima y el añil y el escarlata de los saris siempre armoniosos, las miradas profundas de los niños, agravado su brillo por el rímel ritual.
No es extraño que la imagen del gran líder de la India contemporánea se confunda con la más honda tradición: aquí todo futuro tiene que nacer de un diálogo con el pasado. En Gandhi no sólo el aspecto, la escuálida figura del asceta, sino el discurso de la no violencia, vienen hondamente de las convicciones de un pueblo; y si Gandhi rechaza la dominación británica, no se propone borrar la presencia de lo extraño.
Porque la India lo acoge todo y lo vuelve parte de su ser. Así como un día el inmenso señor Ganesha, hijo de Shiva, cabeza de elefante, aceptó que su vehículo fuera un pequeño ratón, así la India aceptó desde siempre todo lo que nacía en su seno o llegaba de afuera. Por eso, cerca de Mathura, la ciudad de Krishna, donde una madre vio deslumbrada el universo en la boca de su hijo, se alza el Taj Mahal, una fastuosa tumba islámica; por eso entre los templos de los hinduístas están los templos de los parsis, y sus funerales expuestos en las terrazas a la voracidad de los buitres. Por eso el inglés es la lengua de una cuarta parte de la población, más de trescientos millones de personas, y los parques británicos, y los monumentos victorianos forman parte aceptada y plena del país.
Y así, cerca de los muelles hormigueantes de Varanasi, donde al atardecer se ofician para el río los ritos del fuego y del alcanfor y del polvo de sándalo, está el templo contagiosamente sereno de Bhuda, en Sarnath, junto al parque de las gacelas, donde el Iluminado predicó por primera vez, hace 2.500 años, el Camino del Medio, y en vez de ser rechazado por la religión más antigua, fue aceptado por todos como la novena reencarnación, como el noveno avatar de Vishnú, el segundo dios de la Trinidad Indostánica.
Tal vez lo más asombroso de estas mitologías es que, a pesar de que los mitos como las plegarias se complacen en repetirse sin alteración, hay algo en la imaginación de este mundo que acepta siempre la renovación y los cambios. Si el dios Vishnú primero se hizo pez y después tortuga y después jabalí, se fue humanizando más tarde hasta llegar a ser Rama, imagen de la generosidad, y el bello Krishna, precedente de Cristo, que trajo amor al mundo, pero que a diferencia de Cristo no se prohibió practicarlo en todas sus formas. Esa capacidad de ir añadiendo dioses a la mitología es una manera de estar en diálogo con la historia, y tal vez eso explica que este pozo encantado de la memoria sea también un mundo abierto a la innovación y al futuro, una potencia informática y el mayor productor de cine del mundo. En las pantallas los videoclips utilizan todos los efectos de la tecnología contemporánea, pero a menudo en sus coreografías danzan todavía Rama y Hanuman, el travieso dios mono del Ramayana.
Los indios son hospitalarios y hay una dulzura en su trato que aumenta a medida que se desciende en la escala social. Por todas partes nos miran con curiosidad y con alegría, juntan las manos en gesto de plegaria para saludarnos y para despedirse. En toda casa hay un templo vivo, y en ellos, efigies de dioses adornados con flores frescas, con guirnaldas, con pequeñas telas de colores. Asombra pensar que mientras Apolo y Odín, Mitra y Osiris hace siglos son reliquias de arqueólogos o temas de monografías, los dioses vivos de la India de hoy son los mismos Rama y Krishna, Vishnú y Hanumán, Parvati y Durga, Ganesha y Hanuman, que ya tenían culto en las epopeyas de hace cinco mil años. Y los ríos son diosas, y hay árboles santos, y desde los ojos de la cabra nos mira la divinidad, y hay almas en los enjambres de mosquitos que entran por la ventana al atardecer. Y si Varanasi es la ciudad de Shiva, ello no sólo significa un patronato divino, sino que allí se rinde culto día tras día a la muerte y a la resurrección, a la fuerza implacable que transforma al mundo sin tregua.