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                                                                                                                              India y el secreto de nuestra esperanza III

                                                                                                                              HAY UNA INDIA PARA LOS OJOS, LLEna de saris de colores, banderas y guirnaldas, de altares diminutos, de elefantes lujosos y de tigres rayados, de tractores y búfalos, de túnicas de monjes y kurtas de algodón, de barbas y turbantes, de mendigos de fuego, de dioses, de sedas, de humaredas y de pavos reales.

                                                                                                                              Y hay una India para el oído, llena del grito de millones de pájaros, de cordajes densos y lluviosos, de monótonos mantras que entonan muchedumbres, del estruendo ensordecedor de los pitos de todos los carros a la vez, del gaiteo de las flautas ante las cobras arqueadas. Hay una India para el olfato, de azahar y de orina, de sudor y de estiércol, de condimentos y de inciensos, de basura y sándalo; y una India para el gusto, hecha de curry y lentejas, tamarindo y jengibre, de arroz dulce y de pulpa de frutas, de mangos y de té masala, de especias penetrantes y de fuego en la lengua. Y hay una India para el pensamiento y otra India para la imaginación.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Si me preguntaran cuál es la principal característica de las gentes de la India, vería ante mí la sencillez humana, que es grande, la dulzura de las gentes, que es conmovedora, la pobreza, que es enorme, y la afectividad, que es extrema, pero escogería la laboriosidad. También el trabajo parece aquí una religión. Todo el mundo está entregado a su oficio y lo realiza como si en ello le fuera la vida. Esos campesinos encorvados sobre los surcos, los que recogen ramas por los bosques y llenan las carretas de cargas fantásticas, esos hombres que martillan la piedra, que tejen guirnaldas, que pasan los hilos de plata por el telar con una lentitud de eternidad, los que conducen los trenes lecheros cuya red matinal recorre el país en todas direcciones, los que gobiernan elefantes y camellos, los que tallan budas y krishnas de madera, los que hacen réplicas en bronce de la figura de Shiva danzante, cada uno se aplica a su oficio como a una suerte de sacerdocio, y amigos establecidos en India nos cuentan que aquí cada quien sólo realiza una tarea. Si contratas un jardinero no puedes pedirle que barra, ni a una lavandera que cocine: ellos, ante la solicitud, te recomendarán a algún pariente que conoce muy bien ese otro oficio, de modo que las casas donde pagan empleados suelen terminar teniendo a toda una familia dedicada a oficios diversos. Cada uno cobrará una fracción, y procuran así que haya trabajo para todos.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Hace seis años, en un viaje matinal a Agra, que fue frustrado por una formidable congestión de tránsito al pasar por Mathura, la ciudad donde nació Krishna, iba con nosotros un teólogo chipriota al que todo este politeísmo mezclado de animismo y de irracionalidad parecían sacar de quicio. El venerable señor, que hablaba incesantemente por su teléfono celular con alguien de su isla, como para huir del contacto con esta realidad enloquecida, había dedicado muchos años a pensar su augusta religión verdadera, hecha de luz griega y de delicadas fuentes hebreas y egipcias.

                                                                                                                              Yo puedo entender su nerviosismo: nadie acostumbrado a pensar que lo humano es lo divino puede mirar sin inquietud este dios voluminoso con cabeza de elefante que preside todas las casas, la recepción de los hoteles, las tarjetas de invitación a los matrimonios; o este dios mono, Hanumán, cuyos templos de un rojo intenso y azafranado parecen chillar en la tarde; o estas diademas de serpientes que cubren a los dioses y a las diosas de muchos brazos, en las estampas y en los templos. También le resultará difícil aceptar que no se sacrifique a las vacas, que no se tienda espontáneamente a matar a las moscas, los chinches y las cucarachas. Que esté prohibido cortar los ficus, hasta el punto de que en los Gaths junto al Ganges es más fácil que el viejo árbol derribe la casa o el palacio. Que haya que abandonar a las aguas del río sagrado los cuerpos de los niños muertos. Que haya templos de todos los tamaños y colores en los callejones, en las lomas de piedra, en medio de los bosques. Que se adore como sagrado y divino el fuego y el sándalo, el árbol de ashok, que quita la tristeza, el alcanfor y el agua del río. Pero así era también Occidente antes de que triunfara el espíritu; así era la América prehispánica, que veneraba al jaguar y a la serpiente, a los monos y a los tucanes, al resplandor del guayacán, al perfume del palosanto y al silbo de las ranas en la laguna.

                                                                                                                              Pero esta cultura inquietante de rayas rojas en la frente y cascabeles en los tobillos, de magos que hechizan a la cobra y de monos que caminan por las azoteas, de diosas con collares de cráneos y de niños azules que tocan la flauta, esta cultura de incontables templos y estupas, de gentes infinitamente pobres y laboriosas, donde lo divino es la belleza y la extrañeza, el furor y la naturaleza, el deseo de tener muchos brazos para abrazar y para recibir, esta cultura del extremo y casi humillado apego a la vida, parece decirnos que, ante la monomanía de una época que hoy desdibuja y arrasa los pequeños tesoros de la convivencia, quizá sólo un viento de viejas locuras y viejas fantasías puede venir en nuestra ayuda.

                                                                                                                              India despierta por mi ventana. Toda la modernidad está en ella; incluso, todos los peligros de la modernidad. Pero en esos festones de colores que adornan los carros, en esta guirnalda de flores vivas que reposa en mi mesa, en ese niño que se abraza con su padre sobre la bicicleta inmóvil, en esa águila que vuela de los árboles y pasa justo frente a mí, antes de perderse en la copa de otro árbol vecino, en esas sombras que pasan por las ramas y que bien podrían ser monos, en esa convicción de que no sólo los humanos merecemos el mundo, que también importan los animales, las flores del lenguaje, los cuentos y los dioses, está, más que en cualquier otra cosa, el secreto de nuestra esperanza.

                                                                                                                              HAY UNA INDIA PARA LOS OJOS, LLEna de saris de colores, banderas y guirnaldas, de altares diminutos, de elefantes lujosos y de tigres rayados, de tractores y búfalos, de túnicas de monjes y kurtas de algodón, de barbas y turbantes, de mendigos de fuego, de dioses, de sedas, de humaredas y de pavos reales.

                                                                                                                              Y hay una India para el oído, llena del grito de millones de pájaros, de cordajes densos y lluviosos, de monótonos mantras que entonan muchedumbres, del estruendo ensordecedor de los pitos de todos los carros a la vez, del gaiteo de las flautas ante las cobras arqueadas. Hay una India para el olfato, de azahar y de orina, de sudor y de estiércol, de condimentos y de inciensos, de basura y sándalo; y una India para el gusto, hecha de curry y lentejas, tamarindo y jengibre, de arroz dulce y de pulpa de frutas, de mangos y de té masala, de especias penetrantes y de fuego en la lengua. Y hay una India para el pensamiento y otra India para la imaginación.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Si me preguntaran cuál es la principal característica de las gentes de la India, vería ante mí la sencillez humana, que es grande, la dulzura de las gentes, que es conmovedora, la pobreza, que es enorme, y la afectividad, que es extrema, pero escogería la laboriosidad. También el trabajo parece aquí una religión. Todo el mundo está entregado a su oficio y lo realiza como si en ello le fuera la vida. Esos campesinos encorvados sobre los surcos, los que recogen ramas por los bosques y llenan las carretas de cargas fantásticas, esos hombres que martillan la piedra, que tejen guirnaldas, que pasan los hilos de plata por el telar con una lentitud de eternidad, los que conducen los trenes lecheros cuya red matinal recorre el país en todas direcciones, los que gobiernan elefantes y camellos, los que tallan budas y krishnas de madera, los que hacen réplicas en bronce de la figura de Shiva danzante, cada uno se aplica a su oficio como a una suerte de sacerdocio, y amigos establecidos en India nos cuentan que aquí cada quien sólo realiza una tarea. Si contratas un jardinero no puedes pedirle que barra, ni a una lavandera que cocine: ellos, ante la solicitud, te recomendarán a algún pariente que conoce muy bien ese otro oficio, de modo que las casas donde pagan empleados suelen terminar teniendo a toda una familia dedicada a oficios diversos. Cada uno cobrará una fracción, y procuran así que haya trabajo para todos.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Hace seis años, en un viaje matinal a Agra, que fue frustrado por una formidable congestión de tránsito al pasar por Mathura, la ciudad donde nació Krishna, iba con nosotros un teólogo chipriota al que todo este politeísmo mezclado de animismo y de irracionalidad parecían sacar de quicio. El venerable señor, que hablaba incesantemente por su teléfono celular con alguien de su isla, como para huir del contacto con esta realidad enloquecida, había dedicado muchos años a pensar su augusta religión verdadera, hecha de luz griega y de delicadas fuentes hebreas y egipcias.

                                                                                                                              Yo puedo entender su nerviosismo: nadie acostumbrado a pensar que lo humano es lo divino puede mirar sin inquietud este dios voluminoso con cabeza de elefante que preside todas las casas, la recepción de los hoteles, las tarjetas de invitación a los matrimonios; o este dios mono, Hanumán, cuyos templos de un rojo intenso y azafranado parecen chillar en la tarde; o estas diademas de serpientes que cubren a los dioses y a las diosas de muchos brazos, en las estampas y en los templos. También le resultará difícil aceptar que no se sacrifique a las vacas, que no se tienda espontáneamente a matar a las moscas, los chinches y las cucarachas. Que esté prohibido cortar los ficus, hasta el punto de que en los Gaths junto al Ganges es más fácil que el viejo árbol derribe la casa o el palacio. Que haya que abandonar a las aguas del río sagrado los cuerpos de los niños muertos. Que haya templos de todos los tamaños y colores en los callejones, en las lomas de piedra, en medio de los bosques. Que se adore como sagrado y divino el fuego y el sándalo, el árbol de ashok, que quita la tristeza, el alcanfor y el agua del río. Pero así era también Occidente antes de que triunfara el espíritu; así era la América prehispánica, que veneraba al jaguar y a la serpiente, a los monos y a los tucanes, al resplandor del guayacán, al perfume del palosanto y al silbo de las ranas en la laguna.

                                                                                                                              Pero esta cultura inquietante de rayas rojas en la frente y cascabeles en los tobillos, de magos que hechizan a la cobra y de monos que caminan por las azoteas, de diosas con collares de cráneos y de niños azules que tocan la flauta, esta cultura de incontables templos y estupas, de gentes infinitamente pobres y laboriosas, donde lo divino es la belleza y la extrañeza, el furor y la naturaleza, el deseo de tener muchos brazos para abrazar y para recibir, esta cultura del extremo y casi humillado apego a la vida, parece decirnos que, ante la monomanía de una época que hoy desdibuja y arrasa los pequeños tesoros de la convivencia, quizá sólo un viento de viejas locuras y viejas fantasías puede venir en nuestra ayuda.

                                                                                                                              India despierta por mi ventana. Toda la modernidad está en ella; incluso, todos los peligros de la modernidad. Pero en esos festones de colores que adornan los carros, en esta guirnalda de flores vivas que reposa en mi mesa, en ese niño que se abraza con su padre sobre la bicicleta inmóvil, en esa águila que vuela de los árboles y pasa justo frente a mí, antes de perderse en la copa de otro árbol vecino, en esas sombras que pasan por las ramas y que bien podrían ser monos, en esa convicción de que no sólo los humanos merecemos el mundo, que también importan los animales, las flores del lenguaje, los cuentos y los dioses, está, más que en cualquier otra cosa, el secreto de nuestra esperanza.

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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