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Primero me llegó en el nombre de mi pueblo. Padua.
Se llamaba Guarumo en sus orígenes, la palabra indígena, sin duda, que nombra al yarumo de hojas plateadas o cenicientas que brilla en los montes como un árbol blanco.
Un cura deseoso de civilizar el paisaje y la gente, iluminado por un viaje, decidió convertir el vegetal Guarumo en un Padua de arcos y vitrales, y acabar con los borrachos y los tropeleros y los macheteros de aquellas montañas, para iniciar acaso una era de eruditos y de mármoles. Adiós a Juano Betancur y a don Alejandro Idárraga, quien entraba al pueblo con su mula Sombra adornada de billetes y que gritaba ¡Guarumo! en la plaza con la plata de la multa ya lista en la mano, y que rubricaba sus discursos heréticos con la misteriosa frase: ¡Así habló Zaratustra!
Pero ya hacía tiempos que Italia nos había llegado en misas y en ángeles de yeso, en el latín que se cantaba entonces de espaldas al pueblo entre nubes de incienso, en el vino de consagrar y en el santoral que hormigueaba en los almanaques y que llenaba de malas ideas a los padres que se preparaban para bautizar a sus hijos. En lo más escondido de la cordillera de los Andes, en medio de la degollina del medio siglo, entre cafetales y nieblas y hojas prehistóricas el mundo estaba lleno de Italia: de sus palomas y sus campanas, de sus curas y sus monjas, de sus obispos y sus cardenales, del fuego de su infierno y de las ánimas de su purgatorio, de su Concordato y su Santa Sede, de san Pedro crucificado al revés y de san Pablo derribado por un rayo de luz, de centuriones y lanzas y cruces y clavos en el teatro callejero de la Semana Santa.
Pero en cuanto parpadeaban los curas y los maestros se descuidaban, Italia se iba llenando de emperadores lujuriosos y de cortesanas salaces; más allá de las humaredas piadosas estaban las locuras impías; un rey macizo y vanidoso cantando mientras ardía una ciudad; un tirano nombrando senador a su propio caballo; una multitud que acude frenética a ver a los pobres cristianos devorados por leones de África; y viejas estampas del Coliseo, y togas de senadores, y otra manera de numerar hecha con líneas, con ángulos, con letras que todo lo potencian.
Y descubrir después que había dioses que eran toros y diosas que eran pavos reales, y dioses que miran a la vez al pasado y al futuro, y una ciudad llena de crueldad y de pecado, y esa misma ciudad llena de aureolas y de santidad. ¿Podía haber algo en el mundo que no fuera Roma? ¿Podíamos ser algo más que latinos? ¿Un mundo que no tuviera senados ni capitolios, cónsules ni procónsules, derechos ni códigos, eucaristías ni legionarios, estandartes ni estatuas ecuestres?
Y todavía faltaban las artes: las capillas de Rafaello y el techo de Michelangelo, las sonrisas de Leonardo y las perspectivas de Donatello, los colores delicados del beato Angélico y los caballos de Paolo Ucello, el patetismo de los mantos de Tintoretto y el vértigo de los cielos de Tiépolo. Por allí no más la ventana era infinita, y había dejado su huella en toda obra, en toda ciudad, en todo sueño.
¿Cómo escapar de Italia, de sus inventos y sus colores, de Leonardo y Alberti prometiendo el absoluto, de Galileo poniendo a girar la tierra inmóvil y de Giordano Bruno llenando de mundos un universo infinito? ¿Y cómo escapar de los tribunales y los códigos, de la dura lex sed lex, del latín metálico de los epitafios, del mármol dócil como el agua, sensual como la piel, narrativo como una novela, majestuoso, extasiado, erguido, sedente, cinerario o ecuestre?
Otros países de América habían recibido sus millares de inmigrantes. Colombia no precisó de esa generosa migración para llenarse de Italia: en el fondo de la lengua, en las iglesias de los pueblos, en estampas y en fiestas. Y un día descubrimos que hasta ese nombre, América, era un homenaje a un hijo de Italia, que ese otro nombre, Colombia, nombraba otro italiano, y ya no nos extrañó entonces que el país estuviera lleno de serenos y de serenatas, de prelados y de melodramas, de las cerriles convicciones de la fe y de las negras vendettas de la mafia.
En muchos otros laberintos nos hemos perdido: laberintos de música, arias y oberturas, cánones y misas, y desde sus balcones napolitanos venían las canciones mutándose y enriqueciéndose, desde el soplo de los boleros y las habaneras hasta el requiebre de los tangos, que unieron a las nostalgias de Lepera o de Discépolo, de Magaldi o de Corsini, de Cadícamo o de Homero Manzi el mal morir de los malevos rencorosos y el mal vivir de las paicas y las grelas.
Y aún no nos habían arrebatado las músicas de Petrarca ni los círculos de Dante, donde uno venturosamente puede girar para siempre, ni las salaces historias de Bocaccio, ni el muñequito de madera en que se resolvió para los niños el misterio del gólem.
Todo para un día descubrir maravillados que aún no sabemos nada de esa Italia que la Europa industriosa cree poder llevar con España y con Grecia en el vagón de segunda de un tren al que no arrastra el espíritu sino apenas la moneda. Pero estamos de pronto en un cuarto de hotel, a medianoche, oyendo rugir por las calles que orillan a Villa Borghese las motocicletas romanas, sintiendo llegar por la ventana un viento suave de otoño tardío que viene del Coliseo y de la colina vaticana, del Tiber y de la Columna Trajana, un viento que arrastra hojas secas, hojas del color ocre y amarillo y mostaza de Roma, tratando de descifrar en su rumor el eco de miles de años, de pasos incontables, de millones de voces.
