Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.

Kafka y los cabarets de Berlín (final)

William Ospina

08 de febrero de 2014 - 10:00 p. m.

Forma parte de las supersticiones de la época sostener que si todo se hace más rápido se hace mejor. Pero nadie ha demostrado que en algunas cosas esenciales la velocidad sea una ventaja.

PUBLICIDAD

Hay un frenesí de la velocidad, de la rapidez, de la urgencia, que habla más de una civilización neurótica que de una civilización que progresa. Y hay cosas de las que parecemos huir de un modo compulsivo: de la noche, de la lentitud, de la sutileza, de la soledad, del silencio.

Las ciudades relumbran y la noche se repliega a los campos; la velocidad es ya un dios menos exitoso que el vértigo; la comunicación abusa de lo evidente, ya no hay tiempo para lo que hay que descifrar: lo misterioso y lo sutil no alcanzan a favorecer el rating, y los contactos incesantes hacen cada vez más difícil estar con nosotros mismos (¿habrían podido Shakespeare o Marcel Proust madurar sus obras inagotables con un televisor encendido, o con un teléfono celular acosándolos noche y día?). Cada vez más los sonidos humanos nos impiden oír la voz de la naturaleza y el rumor de nuestros pensamientos.

Los áulicos de la actualidad suelen decir que nunca en la historia hubo menos crímenes, que nunca hubo menos guerras, que nunca se prolongó tanto la expectativa de vida de unas generaciones, afirmaciones que no son indudables. Pero igual hace un siglo, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, entre las alegrías indolentes de la Belle Époque, el mundo parecía en paz eterna. Basta ver los afiches de Toulouse-Lautrec en el Moulin Rouge para sentir que ese fin de siècle era alegre y fascinante. Antes de la Segunda Guerra Mundial fueron los locos años veinte y treinta, cuando reinaba una suerte de aturdido optimismo, y cualquiera podía decirle entonces a Kafka que sus relatos sombríos y sus atmósferas opresivas eran excesivamente pesimistas: el mundo había dejado atrás la guerra, el Pacto de Versalles había puesto todo en su sitio.

Pero veinte años después, a la actualidad europea la describía mejor Kafka que los cabarets de Berlín. La mera actualidad suele alimentar muchas ilusiones, y los verdaderamente informados deberían tener en cuenta la historia de la humanidad: no apenas la historia de las últimas décadas. Y también habría que mirar cómo han sido de verdad esas décadas. No para palabras sentimentales como optimismo y pesimismo, inventadas por Voltaire y contra Voltaire hace dos siglos, sino para una vida más prudente y vigilante.

Read more!

Eso no tiene que privarnos de la felicidad de estar vivos, del disfrute de las cosas maravillosas que ha inventado la especie para su bienestar, de las lecciones y los deleites inagotables de la música, las letras y las artes, del cinematógrafo, de la capacidad que brinda nuestra época, al menos a algunos, de recorrer el mundo y testimoniar sus milagros. No tiene que privarnos de las Alejandrías de internet, del milagro quirúrgico y farmacéutico que puede hacer la vida más llevadera y más feliz, pero nos ayudará a no ser cómplices de las sombras peligrosas que siguen creciendo en la trastienda de nuestra derrochadora sociedad industrial, cuyos dones describe mejor aquel verso de Borges: joys with a dark hemisphere (alegrías que tienen un hemisferio oscuro).

Ahí están la bodega espeluznante de los arsenales nucleares, la contaminación planetaria, el calentamiento global, que no son males menores. Ahí está el cambio inconsulto de una dieta de cincuenta siglos por los apresurados experimentos de la industria transgénica, que no ha demostrado sus excelencias, y ni siquiera su inocuidad, pero ya invade inexorablemente nuestros platos. Ahí están los desechos nucleares infestando las playas de los países débiles, y un continente de plásticos flotando en el océano Pacífico, y el peligro de que el confort y la satisfacción de un pequeño sector de la presente generación humana puedan terminar siendo no sólo onerosos sino fatales para las siguientes generaciones.

Read more!

El precio de que supuestamente vivamos con tanta plenitud, y eso está en duda, de que podamos consumir todas las cosas útiles o necias que arroja la industria, y de que cada cosa tenga su sofisticado y costoso empaque, no puede ser que destruyamos el entorno vital de las generaciones siguientes. No podemos estar tan satisfechos de nuestra manera de vivir, tan aturdidos, siendo conscientes ya del daño que le estamos infligiendo al planeta, que estemos dispuestos a sacrificar en los altares de nuestra satisfacción todo el futuro.

De esos temas sólo se atreven a hablar los que miran el mundo con amor pero con desconfianza. Los que saben que son necesarios la prudencia y el espíritu crítico; que el poderío industrial, científico y tecnológico, que hoy campea sobre el planeta, tiene ya muchos publicistas a sueldo que le canten día y noche, y que por ello no sólo es útil sino necesario que otros le hagan a la humanidad algunas serenas advertencias.

No hay daño en ser vigilantes: en cambio puede ser muy dañino ser demasiado indulgentes con esos mismos poderes que a lo largo del tiempo no vacilaron en traficar con razas enteras, que envenenaron de opio a la China, que invadieron los continentes a sangre y fuego con el discurso del progreso en los labios, que esclavizaron y exterminaron muchedumbres, sólo porque tenían una superioridad técnica y eso los hacía creer que también sus propósitos eran superiores, y que al final se fueron con sus diamantes, con su oro, con sus maderas y con su música a otra parte, dejando vastas regiones del mundo donde hubo bosques y selvas y ríos y culturas, convertidas en yermos lunares.

No ad for you

 

*William Ospina

Conoce más

Temas recomendados:

Ver todas las noticias
Read more!
Read more!
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.