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La ciudad sin fantasmas

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William Ospina
24 de mayo de 2008 - 06:02 a. m.
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SI UNO QUIERE SABER CÓMO SE VEÍA el futuro hace cincuenta años, tiene que visitar Brasilia.

Fue el presidente Jucelino Kubitschek quien la imaginó, a finales de los años cincuenta. Una ciudad brotada de la nada en los rojos desiertos del centro del Brasil, diseñada por artistas y concebida para convertirse en la capital del país más grande de América Latina. Un proyecto desmesurado y fantástico que no se quedó en sueños, sino que se alzó sobre las polvorientas llanuras y es hoy una ciudad de dos millones y medio de habitantes. 

El Presidente invitó al urbanista Lucio Costa para que trazara el plano de la ciudad, y a Oscar Niemeyer, un arquitecto de Río de Janeiro, cuyo estilo inconfundible lo ha convertido en uno de los símbolos de la extraña modernidad latinoamericana, para que diseñara los grandes edificios públicos de la nueva capital, alrededor de los cuales crecería la metrópoli.

Ya la decisión de construir la ciudad en un sitio remoto y despoblado era temeraria. La mayor parte de las ciudades del mundo han crecido en sitios que tuvieron vocación urbana desde hace milenios. Varanasi, Beijing, Bagdad, El Cairo, han estado pobladas desde que existe la cultura. En América, México ya era la ciudad más grande del mundo hace cinco siglos, y todavía sigue siéndolo.

 Los conquistadores españoles se envanecían de sus fundaciones, pero casi todos fundaban sus ciudades donde estaban ya sembradas las ciudades indígenas, y Cuzco, Quito, Bogotá, son mucho más antiguas que sus fundaciones españolas. Tomar la decisión de fundar una ciudad donde no vivía nadie es un riesgo indudable, y uno de los problemas que ha tenido que enfrentar Brasilia es esa suerte de vacuidad. La ciudad donde nadie había nacido, la ciudad donde nadie había muerto, la ciudad sin fantasmas, corría el riesgo de convertirse en una ciudad fantasmal.

Niemeyer, más que un arquitecto, es un escultor de inmensidades. Pinta de blanco el aire. Los edificios brotados de sus manos tienen mucho de los sueños de la ciencia ficción de hace seis décadas. Grandes y desolados espacios, simplicidad monumental, cúpulas vastas a las que se ingresa por medio de dilatados puentes aéreos, recias moles simétricas, explanadas hondísimas, curvos espejos de agua, lo primero que asumió el artista es que estaba en Brasil, que tenía el espacio a su disposición.

 Fue él quien revivió en nuestro tiempo la idea de que los edificios públicos deben ser obras de arte en sí mismos, dignas de ser contempladas como espectáculo más allá de las funciones que cumplen, y esa influencia ha alcanzado después al museo Guggenheim de Nueva York, a la Ópera de Sidney, al museo Guggenheim de Bilbao. En Brasilia la catedral, al lado de la bóveda blanca del Museo Nacional, parece un haz de espigas atadas en lo alto y unidas por la tela de los vitrales.

 Al fondo está la plaza de los tres poderes: el palacio del Congreso, dos torres paralelas ante dos construcciones hemisféricas, una derecha y otra invertida, que son los recintos de las dos cámaras legislativas, y en los otros costados el palacio de Justicia y el palacio presidencial, rectangulares, cristalinos, como haciendo énfasis en su deber de transparencia. Y a partir de ellos la honda explanada de los ministerios, con su perspectiva monumental.


A todos los países se les dieron terrenos para la construcción de sus embajadas. Brasil estaba programando su grandeza futura, y todavía hoy Brasilia, nacida de la mente y no de la tradición, produce la sensación de algo que no está del todo en el presente. Pero ya es difícil para nosotros imaginar así el futuro.

Niemeyer no es un investigador de las tendencias de la historia. Su ciudad, como las de Estados Unidos, está hecha para los vehículos, es imposible para los peatones y, aunque después ha ido cumpliendo con la bienhechora tarea de arborizar el desierto, todavía es como esas maquetas en las que unos edificios perfectos se ven contemplados por diminutas hormigas humanas que no consiguen abarcarlos. Es bella, desolada, irreal y, en cierto sentido, inhabitable. Hecha en primer lugar para una burocracia fantástica que se resigna a vivir su temporada del poder en un escenario de ficción.

 Alrededor del eje central, con sus hermosos templos extraterrestres, la ciudad trata de crecer como una ciudad normal, con los edificios pequeños y nada espectaculares de las ciudades latinoamericanas, con las paredes de los talleres llenas de grandes letreros, con los restaurantes a donde acuden en la noche los funcionarios, convertidos otra vez por la magia de la realidad en gentes alegres que aman, beben y conversan de cualquier cosa mientras comen picaña con feijoas y toman cerveza.

Los habitantes tratan de acostumbrarse a la extraña calma, a la ausencia de los siglos, a estar privados del rumor de termitero de las muchedumbres que les dieron a las otras ciudades sus rincones románticos, sus parques llenos de susurros, las troyas superpuestas que hay en toda ciudad, llenas de mataderos muertos, de bailes que acabaron, de noviazgos que murieron, de niños que miraban su infancia perdida desde unos ojos brumosos y ancianos.

Pero igual, Niemeyer puede estar feliz. El año pasado se cumplió su centenario, y Brasil pudo celebrarlo con la presencia del agasajado. Muy posiblemente ocurrirá lo mismo en dos años, cuando Brasilia celebre su primer medio siglo de vida, y el pueblo agradecido le hará al artista un pastel blanco de formas fantásticas. Puede estar feliz, porque lo que él no supo darle a la ciudad se lo dará el tiempo: muertes y destrucciones y renacimientos, bodas y niños y funerales, tormentos y fracasos. El tiempo sabe de eso y no le niega esas cosas a nadie.

Niemeyer, el hombre de las grandes perspectivas, una suerte de Piranesi de la modernidad, sabrá entonces que no le fue dado inventar el futuro, porque la idea del futuro cambia con las edades, y al final siempre acaba convirtiéndose en pasado.

Sabrá que le fue dado algo más extraño: dejar un testimonio perdurable de cómo se soñaba el futuro a mediados del siglo XX, cuando casi nadie sabía que íbamos hacia el colapso de los automóviles, hacia la crisis de la energía, hacia el calentamiento global, hacia la carencia de espacio; cuando todo el mundo, pero especialmente el Brasil, creía que el mundo era una bodega inagotable de recursos, que el progreso alcanzaría para todos, que los árboles eran tan abundantes que podíamos permitirnos la licencia de concebir el mundo sin ellos.

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