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Basta ver el contraste entre la manera de hablar y de obrar de Xi Jinping y de Donald Trump para advertir por dónde va la historia. El poder omnímodo de Estados Unidos sobre el mundo ha terminado, y el esfuerzo sobreactuado de Trump por hacerse notar, por hacerse sentir, por autoalabarse, es la mejor prueba de debilidad política que el mundo haya visto en mucho tiempo.
También por eso es significativo que cada decisión de Trump tenga el ruido de un trueno de utilería y el fulgor de una bengala. Todo en él es ampuloso, teatral, lleno de efectos traumáticos pero incapaz de soluciones profundas. Entró en escena con rugidos de león, anunciando que acabaría la guerra de Ucrania en poco tiempo, menospreciando a Zelensky y presumiendo de su influencia sobre Putin: casi un año después, la guerra continúa, Zelensky se ve atendido con más consideración que al comienzo, y Putin cada vez responde más con recelo y lejanía.
El interés real de Trump era impedir que Rusia se aliara con China, pero esa alianza no es algo que dependa de maniobras políticas. Rusia y China sufrieron las mayores pérdidas de la Segunda Guerra Mundial, 40 millones de muertos de los 60 millones que arrojó esa guerra, pero ambas quedaron mucho tiempo por fuera del orden económico de la posguerra: esas cosas no se borran con zalemas ni con sobornos.
Hoy, el primer interés de Rusia es Crimea, pues sin ella no tiene salida hacia el Mediterráneo, y el primer interés de China en Taiwán, porque es la clave de su gran poder sobre el Pacífico. Trump no sabe que lo más conveniente para Estados Unidos sería la amistad de América Latina, pero para tener buenos amigos hay que serlo.
Todo lo que hace Trump suele causar malestar y alarma, pero nada logra ser suficientemente profundo, y más bien suele desatar fuerzas contrarias. Basta ver el modo meteórico como se abrió camino la candidatura de Zohran Mamdani en New York, precisamente porque se mostró como lo contrario de Trump: un inmigrante musulmán socialista y defensor de las minorías. Claro que esto responde también a que en Estados Unidos los electores reaccionan de un modo pendular: después de Clinton, Bush; después de Bush, Obama…
Ahora Trump pretende que va a acabar con el tráfico de drogas movilizando al cuarto ejército norteamericano por aguas del Caribe: es como si dijera que va a acabar con bombas el problema de la ansiedad planetaria, o que va a detener con decretos las migraciones masivas. Soluciones estridentes y desesperadas a problemas para los que no tiene solución. Aunque lograra deshacerse de Maduro, ya veremos si después de estos días altisonantes, con portaaviones agitando el océano, se acaba el narcotráfico y se supera la tragedia del consumo masivo de drogas.
Trump es el rostro de una época que solo encuentra soluciones de choque para los tremendos problemas que está engendrando el actual modelo de civilización. Representa la negativa a enfrentar a fondo esos problemas, la tendencia a soñar que se los corrige negándolos. Niega el cambio climático porque enfrentarlo es demasiado exigente en términos culturales y costoso en términos políticos; niega la profunda raíz social y de desigualdad histórica entre países que da origen a las migraciones de la pobreza planetaria, y, como respuesta, alza muros, persigue inmigrantes, emprende deportaciones masivas.
Para cada problema verdadero una falsa solución. Creer que el déficit gigantesco de los Estados Unidos puede reducirse cobrando aranceles o que la deuda impagable se reducirá devaluando la moneda; creer que el consumo de miles de toneladas de cocaína por parte de una sociedad ansiosa y opulenta puede acabarse hundiendo unas lanchas en el Caribe o el Pacífico, persiguiendo a los famélicos productores de coca de la región ecuatorial, o declarando una guerra convencional a los mafiosos ahora enquistados en los laberintos del sistema portuario, del sistema político y del sistema financiero internacional; creer que el ascenso imparable de China puede evitarse con amenazas y con desplantes, todo es tan rudimentario que se requiere mucha frivolidad para soñar que pueda surtir efecto.
Y, sin embargo, la situación no es tan insoluble: un gran estadista a la manera de Roosevelt sabría encontrar soluciones verdaderas, menos arrogantes y más eficientes. Podría aceptar que aunque los Estados Unidos ya no están solos en el trono hegemónico, todavía son un poder inmenso y necesario, y que entenderse con los otros poderes sería lo mejor para el mundo. Podría comprender que pasar de la prohibición al control efectivo de las drogas, como lo hizo Roosevelt con el alcohol en los años 30, les arrebataría su poder maligno y corruptor a las mafias, que son el verdadero problema, salvaría a los países de la desintegración moral e institucional, y reduciría el problema del consumo y de la adicción a sus verdaderas proporciones, como asunto de salud pública, de sanción social y de debate cultural.
Podría entender que contribuir eficientemente al desarrollo de los países pobres, pequeños y grandes, y construir unas redes justas de intercambio, eliminaría la tragedia del éxodo masivo de pobres hacia los países ricos, porque los pobres son los más verdaderamente apegados a su tierra y a sus costumbres, solo emigran forzados por la necesidad, y solo sobreviven en el exilio refugiándose en la marginalidad y en la nostalgia: el cosmopolitismo verdadero jamás produce éxodos dramáticos.
Finalmente, solo cuando el cambio climático se deje de vivir como una culpa, y se entienda como la consecuencia indeseada de un modelo imprudente de desarrollo y de una búsqueda irreflexiva de bienestar, será posible combatirlo con eficiencia, favoreciendo el transporte público no contaminante, obrando de verdad el cambio de matriz energética, controlando con prudencia los procesos industriales dañinos, iniciando efectivamente a las poblaciones en costumbres sanas y socialmente responsables, y dando a la información, a la educación y a la cultura su lugar en la prevención de esos desastres.
Gobiernos como los que hoy lideran el mundo nos están arrastrando peligrosamente hacia un vórtice de choques y de confrontaciones. También en un mundo absurdamente armado hasta los dientes, y lleno de recelos, bastó una chispa en 1914 para encender el infierno. Pero la causa no está solo en los dirigentes, sino en las fuerzas históricas que hoy mueven al globo y que obran no solo sobre las multitudes sino también desde ellas.
El culto desmesurado de la riqueza, de la competencia, del éxito urgente y trivial, de la velocidad, de la novedad, de la comodidad y de la supremacía hoy parece llenarlo todo, y basta para hacer surgir a estos histriones competitivos, ávidos de figuración, soberbios, noveleros, que se abren camino como símbolos de todo lo que la multitud quisiera ser. De ellos no se espera que resuelvan los problemas, sino que canalicen el delirio colectivo. Por eso a su sombra la tecnología, que podría hacernos sabios potenciando nuestros talentos, nos va convirtiendo en monstruos estimulando solo nuestros apetitos.
Así como Napoleón representó en su tiempo el arribismo de una sociedad emergente; el kaiser Guillermo II, la arrogancia de una cultura; Hitler, el rencor de una tropa humillada manipulando el resentimiento de una nación; Churchill, el escepticismo y el equilibrio de un mundo, y Roosevelt, la prudencia y la laboriosidad de un pueblo; así como los emperadores de Roma a menudo encarnaron los vicios del imperio y a veces sus virtudes, hombres como Trump encarnan hoy la patética estridencia y la penuria filosófica de una época. No son los enemigos del mundo, son algo peor, son el reflejo del estado en que se encuentra la humanidad, entre la desesperación y el sinsentido, y solo cambiarán si el mundo cambia.
