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La danza de las fronteras

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William Ospina
30 de agosto de 2008 - 05:15 a. m.
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SI LA AMÉRICA LATINA FUERA UNA alianza, como la actual Unión Europea, tal vez animaría el sueño del Partido Independentista de Puerto Rico, para separarse de los Estados Unidos, de los que hoy forma un “Estado libre asociado”, e integrarse a la comunidad latina.

Pero mientras nuestros países conformen los Estados Desunidos de América, Puerto Rico parece sentirse mejor con el imperio del norte, aunque todos sepamos que Daniel Santos, Rafael Hernández y la yegua del Jibarito forman parte del alma latinoamericana.

Es la primera analogía que se me ocurre pensando en el caso de Osetia del Sur, una provincia poblada por rusos que en las rebatiñas de la historia terminó formando parte de la república de Georgia, y con ésta, de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Aquel experimento histórico pretendió construir un gran imperio sin la menor cohesión cultural, unido sólo por la ideología, o, menos que eso, por la fuerza de los ejércitos y la terquedad de los burócratas. Desintegrada la URSS, Georgia empezó a buscar, como muchas repúblicas de Europa Oriental, la luz de Occidente.

 Hace diez años pude sentir en Rumania cómo aquel pueblo había sido el botín de todos los imperios, y persistentemente había sido arrebatado a su vocación latina: primero se lo llevó el cisma ortodoxo, después el imperio otomano, después el imperio austrohúngaro, después el imperio soviético, y sólo tras la muerte de Ceaucescu, los rumanos empezaban a reconciliarse con la complejidad de su pasado.

Qué avidez de mundo se sentía en ellos. Recuerdo en una plaza abierta, en Iasi, ante manzanos cargados, una ceremonia ortodoxa presidida, por primera vez en un siglo, por el patriarca de Estambul; una teoría de barbas blancas y cabezas mitradas, mantos de granate y de malva, como un rito de reyes de fábula, entre bosques de hayas y castaños, y monasterios de colores  en las colinas. Recuerdo un congreso literario al que invitaron a escritores de todas las lenguas latinas, y la perfección del español y el francés y el italiano y el portugués que hablaban aquellos rumanos ávidos de pertenecer a Occidente.

Las arbitrariedades del nacionalismo van cambiando. Hace cinco siglos, para formar la nación española, los Reyes Católicos, aconsejados por el cardenal Rodrigo Borgia, que iba rumbo al papado, consideraron conveniente expulsar de la península a pueblos enteros que vivieron allí por siglos: los judíos y los moros. Hoy el nacionalismo suele cometer el atropello contrario: retener contra su voluntad a los que se sienten de otra parte.

Los pueblos y las fronteras no ajustan del todo. Siempre hay alguien que siente que estaría mejor al otro lado de la línea imaginaria. Canadá mantiene en su seno a la provincia francófona de Québec, esa América Latina del norte, que más de una vez desde los años 60 ha querido constituirse en nación independiente.

Francia y España afrontan las fiebres recurrentes del nacionalismo vasco, que a veces reclama autonomía o padece el furor independentista; pero la ciega violencia no permite que esgriman sus razones los que quieren quedarse: por la estabilidad económica, por la tradición histórica, por la adherencia geográfica, y los que quieren apartarse: por la singularidad lingüística, por la memoria lastimada, por el orgullo herido.

Etiopía afrontó cíclicamente a los rebeldes de Eritrea, la China acalla las ansias autonómicas de los monjes del Tibet y quisiera imponer silencio hasta a las campanas de Llahsa, la India no olvida el fervor del separatismo islámico de Pakistán, y éste a su vez no olvida el separatismo bengalí de Bangladesh.

Y es que las naciones abominan el separatismo pero la mayor parte son hijas suyas. Nosotros, en vísperas de celebrar con orgullo nuestra separación de España, recordamos con dolor la separación de Panamá, que los panameños celebran con orgullo. Buena parte de Italia tuvo que separarse también del Imperio español, y el Véneto todavía no olvida que hasta el siglo XIX fue la Serenísima República de Venecia, y Liguria no olvida que fue por siglos la República de Génova, y Sicilia y Cerdeña no abandonan del todo su sueño de ser repúblicas.

Hace mil años Troya sucumbió al poder de los griegos, pero siglos después, oh Byron, fue Grecia la que tuvo que independizarse de los turcos. Bélgica dio su sangre en 1830 por separarse de Francia, como Argelia en los años cincuenta del siglo XX. Los Estados Unidos, que intentaron dividir a Vietnam y hoy atizan las hogueras del odio tribal en Irak, vertieron la sangre de 500.000 muchachos para impedir que su patria se partiera en dos. Suecia y Noruega, reinos de tierra helada y sangre ardiente, padecieron por siglos la dominación de la pequeña Dinamarca, que todavía impera sobre las interminables nieves de Groenlandia. Polonia necesitó de todos sus héroes y santos, y del favor especial de la Virgen Negra de Czestochowa, para liberarse de la Rusia zarista.

Solemos pensar que la lista de naciones que nos dieron las clases de geografía son el plano inmutable del mundo. Pero si para algo ha servido la aparatosa caída de la Unión Soviética fue para darnos una lección de cómo obran las mutaciones de Heráclito. Las naciones de Europa Oriental, convertidas en supuestas repúblicas socialistas, no por revoluciones internas, como Cuba, sino por ejércitos de ocupación, recobraron el aire y el sueño de ser libres y se arrojaron temerariamente en las fauces golosas de la economía de mercado.

El corazón de Berlín reunió de nuevo sus aurículas y sus ventrículos, aunque dos décadas después todavía se hace sentir la herida del muro invisible. Y más allá, en lo que parecía un imperio cohesionado, vimos nacer cada día una república, en territorios cuyos nombres ya habían olvidado nuestros abuelos: Letonia, Lituania, Estonia, Moldavia, Armenia, Bielorrusia, Ucrania, Azerbaiján, Uzbekistán, Turkmenistán, Kazajistán, Georgia, Tayikistán, Kisguistán.

Hace diez años nos hablaban del fin de la historia. Pero por lo que vemos la liebre está más viva que nunca. Osetia del Sur, más que un país es un corredor estratégico entre dos mares, donde se cruzan los oleoductos y los intereses de Rusia y de la OTAN. A un lado está Armenia, al otro está Chechenia, al sur está Irán. Hoy encarna el forcejeo de dos mundos que parecían haber dejado de ser rivales. La OTAN exhibe sus escudos reaganianos, Rusia prueba sus misiles ineluctables, los Estados Unidos envían sus barcos de guerra, y de repente, entre fronteras que danzan y guerras ardientes, parece haber espacio de nuevo para la guerra fría, cuya muerte ha durado tan poco.

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