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La dura lucha por la vida

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William Ospina
30 de mayo de 2009 - 06:37 a. m.
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CADA VEZ QUE EN LOS ESTADOS UNIdos o en Europa, en países que tienen instituciones responsables y un orden de garantías ciudadanas, se habla de las ventajas del capitalismo democrático, nuestros dirigentes salen a sumarse al coro de los satisfechos.

Pero nosotros hemos vivido siempre en el esquema del capitalismo salvaje. Nuestra dirigencia nunca asumió plenamente el ideal de las democracias liberales, que no consiste, como decía Carlyle, en “el caos provisto de urnas electorales”, sino en la construcción de unas garantías para el trabajo y para la inversión, para la convivencia y para el retiro, que permitan a cada ciudadano vivir serenamente, sin entrar en una ciega rivalidad con todos los demás para asegurarse una vida tolerable.

En los últimos tiempos, gracias a eso que suele llamarse el neoliberalismo, en todo el mundo tendieron a reducirse las garantías que la sociedad liberal había buscado y había conquistado, pero aquí buena parte de esas garantías estaba perdida desde el comienzo, y otra se fue perdiendo a lo largo del tiempo. En Colombia se finge que se castiga a los delincuentes, pero a nadie se castiga tanto como a los que trabajan y cumplen con la ley.

Por ejemplo: nadie ignora que toda una generación de campesinos laboriosos, que habían hecho la riqueza nacional durante un siglo en la zona central del país, fue despojada de sus tierras por la violencia de los años cincuenta, en un proceso escandaloso de expropiación que sólo mereció la alarma de nobles juristas como Eduardo Umaña Luna, y el análisis de sociólogos admirables como Orlando Fals Borda.

Por ejemplo: en los años ochenta y noventa, una vez más, millones de personas fueron despojadas de sus tierras por medio de la violencia más atroz, sin que ello haya motivado reacciones efectivas de un Estado cuyos agentes a veces incluso eran socios de los expropiadores. Las facultades de Derecho, y en general toda la supuesta sociedad civilizada, parecen haber asistido inmutables a esa negación flagrante y obscena del derecho de propiedad.

Por ejemplo: en Colombia siempre se hostilizó la actividad sindical, desde los tiempos de la célebre “masacre de las bananeras”, que ya forma parte de la memoria mítica del país, hasta las recientes oleadas de asesinatos de sindicalistas que son las que mantienen en nevera la aprobación por parte de los Estados Unidos del Tratado de Libre Comercio.

Por ejemplo: en Colombia ha habido un desmonte gradual de la seguridad social y del sistema de pensiones, y se les ha reemplazado por un burdo y escandaloso sistema de aportes que no está en condiciones de responder a nadie por su salud, ni por una pensión decente para el retiro después de una vida entera dedicada al trabajo.

Suele hablarse de una creciente pérdida de la moralidad ciudadana, del auge de una ideología del enriquecimiento fácil, que han hecho posibles fenómenos macondianos como DMG (no sólo la insensata búsqueda de una rentabilidad fantástica, sino la capacidad de la gente de creer que semejantes milagros sean posibles), y otros sombríos rostros de nuestro presente, como la corrupción y el narcotráfico. Pero es que en la raíz de la conducta humana no está la moral, sino la educación y las tradiciones, la moral misma es hija de ellas, y en nuestro país hemos asistido al desmonte de toda tradición.

Hay algo que Colombia nunca ha conocido: la serena estabilidad de un mundo donde uno no dependa cada día de la lucha ciega por la vida. Ese struggle for life del que ya hablaba exasperado José Asunción Silva a fines del siglo XIX, y que hizo que él mismo se convirtiera en víctima de aquella locura: la necesidad de ser rico a toda costa como única manera de no tener incertidumbres frente al futuro.

Una mínima justicia distributiva hace que cada quien tenga lo necesario para su dignidad y su bienestar: no fuerza a la sociedad a una carrera loca por quién llega primero; pero basta hacer crecer a la gente en el desamparo para que cada quien necesite ser más rico que el vecino. Y cuando todos, desde los más pobres hasta los más ricos, viven en un mundo sin garantías institucionales, en la selva darwiniana de la supervivencia del más fuerte, cada quien tiene que ser no sólo muy trabajador, sino más vivo que los otros, todos se vuelven susceptibles de conductas indebidas y la sociedad entera se ve sometida a una competencia extenuante.

Crece entonces el delirio. Muchos se ven obligados a soñar con una riqueza insaciable y de ello son testimonio no sólo Pablo Escobar o David Murcia, sino ese diablillo que mueve a comprar mucha tierra, a hacer tantos negocios ventajosos, a no desaprovechar descuido ajeno, a sacar tajada de toda ocasión, a acabar perdiendo la sana noción de los límites. Todo eso es fruto de una democracia con libertad pero sin garantías, que no está fundada en el respeto por los conciudadanos, en la convicción de que pertenecer al país comporta básicas oportunidades y derechos.

“Nadie es malo —decía Montaigne—, pero cuánto mal se hace”. Nadie parece responsable, pero es evidente la torpeza o la estupidez de una dirigencia que se permite, por arrogancia o por falta de ideas, mantener a toda la sociedad en el desamparo. Y los gobiernos deben ser vistos como responsables porque, por falta de lucidez y de grandes propósitos, llegan siempre a administrar lo que existe, nunca a proponer los cambios que son necesarios para normalizar nuestro orden social. La labor del Estado termina siendo el mantenimiento de la precariedad de un orden injusto y la lucha interminable contra los monstruos que ese tipo de sociedad engendra sin fin.

Todo Estado donde no sean claras las reglas, firmes los límites y evidentes las ventajas de respetar la ley, es una fábrica de desesperación.

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