Paul Valery decía traviesamente que Europa es solo esa península que el continente asiático avanza hacia el Atlántico. Pero lo cierto es que esa península prodigiosa ha inventado a Occidente y también se ha inventado el mundo moderno en todo el planeta: ni siquiera la China rivaliza con ella en inventos y en pensamientos ni ha podido escapar a su influjo.
Hoy que Europa parece aminorada y amenazada por Rusia, por China y por los Estados Unidos, es cuando más conviene recordar que esos tres poderes que ahora se disputan el mundo son fruto y consecuencia de Europa, de sus dones y de sus maldiciones.
La Rusia que hoy conocemos no sería posible si Pedro el Grande no hubiera ido a Europa a aprender cómo se inventa un mundo. El relato asombroso de cómo ese muchacho se fue por los países aprendiendo a construir barcos, a hacer ciudades, a armar ejércitos, lo tiene Voltaire en su hermoso libro sobre el fundador de Rusia.
Europa fue la cuna del último Dios de Occidente, de ese Cristo que, como se sabe, no es concebible sin el monoteísmo hebreo, sin la filosofía griega y sin la vocación de universalidad del Imperio Romano, pero tal vez no hubo reinterpretación del mundo cristiano más desgarrada y estremecida que la de los rusos: su idea del Padre, su leyenda del Gran Inquisidor, su relato de los hermanos unidos por una culpa inmensa, su interrogación de los abismos del crimen y el castigo, y esa pregunta que según Sergio Pitol se hace toda la literatura rusa sobre el peso que una tradición de servidumbre dejó en el alma compasiva de los hijos de los grandes señores, y que podemos ilustrar con la vida entera de León Tolstoi.
Rusia también fue al mismo tiempo la aprendiz y la víctima de la tremenda vocación conquistadora, expansionista y belicista de la Europa milenaria. Siempre ha oscilado entre su devoción por los inventos europeos, su deseo de pertenecer sin sombras a esa tradición, y la enormidad de su lejanía asiática, entre su sed de modernidad y su anclaje en un mundo despótico, entre el gran amor y la gran desconfianza, que fue alimentada por las bárbaras invasiones de Napoleón y de Hitler.
Y eso que en el penúltimo capítulo llamó Occidente “el telón de acero”, o “la cortina de hierro”, es algo que ya había aparecido antes, con la formación de la iglesia ortodoxa, con los sudarios de nieve que cubrieron a los ejércitos franceses, con el triunfo de la Revolución de Octubre. Asombrosamente Europa, que les llevó a los rusos el cristianismo y el marxismo, nunca ha podido inventar un idioma para entenderse con Rusia.
También China, que tiene una civilización varias veces milenaria, le debe a Europa mucho de lo que es ahora. No hay que olvidar que hubo un inglés, Needham, que oyendo hablar absurdamente de la falta de ciencia y de filosofía que caracterizaba a la China, se dedicó a investigar, y al cabo de varias décadas ya había escrito una vasta enciclopedia sobre todo lo que China ha inventado y le ha legado al mundo, y no se limitó a la filosofía de Lao Tsé y de los cuatro Libros Clásicos de Confucio, ni a unos cuantos inventos famosos, sino a un hábito de refinamientos prácticos en la cotidianidad sin los cuales nuestra vida hoy no sería concebible.
Los chinos usaron sus inventos para hacer cometas, dragones y fuegos de artificio, Occidente en cambio no solo usó por siglos esos inventos, el papel y la brújula, la pólvora y el arado, la silla plegable y el cepillo de dientes sin pagarles derechos a los chinos, sino que hizo libros para ir a evangelizar a los chinos y arcabuces y cañones para ir a someterlos. Europa los esclavizó y los sometió a las degradaciones de las guerras del opio, pero los chinos tomaron de ella las herramientas con las que ahora intentarán dominar el mundo: la triple revolución industrial, la planificación económica marxista y la racionalidad tecnocrática.
Finalmente, no hubo prolongación más compleja de la cultura europea que América. Los Estados Unidos son inconcebibles sin la aventura del descubrimiento, sin la colonización europea, sin el cristianismo, aunque hayan procurado convertirlo en algo muy distinto de lo que fue en sus orígenes, aunque lo reinterpreten como la doctrina de un pueblo elegido. También se fundaron en los ideales de la revolución francesa a los que Whitman convirtió en un salmo poético, y llevaron el refinamiento europeo hasta el frenesí de la sociedad de consumo.
Pero esas tres cosas que están en el fondo de nuestra condición humana, y que Europa desplegó poderosamente: la tentativa armada del saqueo y el avasallamiento del mundo, la tentativa industrial del confort y de la opulencia, y la tentativa del control absoluto y deslumbrante sobre los seres y las cosas, esos tres grandes impulsos, ya no están encabezados por Europa, sino por Rusia, China y los Estados Unidos.
Como escribió John Peale Bishop, “todo orden que ha concebido la mente concibe su propia corrupción”. Europa, que fue la cuna de tantas audacias del pensamiento y de tantas temeridades de la acción, no ha dejado de advertir que esos grandes méritos humanos también representan los mayores peligros que hayan surgido jamás para la naturaleza y para la humanidad, y que eso convierte a los seres humanos en los peores enemigos de sí mismos, pero como en el poema de Goethe, el aprendiz de brujo no sabe controlar las fuerzas que él mismo ha desatado.
Extenuada por una obsesión bélica milenaria, desde que terminó la Segunda Guerra Mundial Europa sólo aprendió a mantenerse unida bajo la sombra de un enemigo externo, y solo aprendió a sentirse segura bajo el ala de un protector externo. Rusia se convirtió en ese enemigo indispensable y Estados Unidos en ese protector irrestricto. Hay que entender cómo se sentirá ahora la vieja Europa, cuando de repente parece estar perdiendo ambas cosas.
Invirtiendo la afirmación de Valery, podemos decir que de esa pequeña península salió un mundo: brotaron por igual el poderío militar que hoy encabeza Rusia y por el cual compiten los otros, el modelo industrial que hoy domina el planeta y que lidera China, y la caja de Pandora deslumbrante que siguen abriendo en Estados Unidos los magnates de Silicon Valley.
Pero lo que Europa debería saber es que esos poderes asombrosos que ella engendró, y que otros están llevando a su extremo, también son cada vez más los peores peligros: son los responsables del cambio climático, del saqueo tal vez irreparable de la naturaleza y de la creciente deshumanización del ser humano. De esta vasta conjura nadie puede decir que es solo víctima, porque todos somos cómplices embelesados y eficientes; pero esos méritos admirables serán la perdición del mundo si no se abre camino algo distinto en el corazón de los seres humanos.
Por ello hay que repetir sin fin que lo que hizo grande a Europa no fueron solo sus armas, sus ciencias y su economía, sino su conciencia, su capacidad de introspección, de duda y de autovigilancia: ese refinamiento de la razón, cultivado por la escuela platónica, aunque tal vez fue Pitágoras quien trajo su germen de Egipto; el poder civilizador de la compasión, que Cristo elevó a la condición de altísima doctrina moral, y que tal vez nutrió de la herencia oriental, de Krishna, de Buda, y de la teoría de la renunciación de Diógenes el Cínico; la plenitud de la aventura estética que alcanzó en el Renacimiento, después de un milenio de debates agónicos y de audacias de la mente y la sensibilidad; y el nacimiento a la vez de una nueva mirada sobre la naturaleza como fundamento de la cultura y de la nueva pasión por la libertad que engendró el romanticismo en diálogo complejo con el mundo americano.
Europa siente hoy que su deber es persistir en el armamentismo para rivalizar con Rusia, en el industrialismo para competir con China, y en la apuesta tecnológica para no perder la carrera ante los Estados Unidos. No debería ignorar que algo falta en todo eso, que el sabio humanismo que engendró en su diálogo con el mundo, con Dios y con su propia conciencia es indispensable para contener el poder infernal de las armas, para limitar la carrera desenfrenada de la industria transformadora, y para salvar de la locura el proyecto soberbio y suicida de rediseñar el mundo y de manipular la vida desde el vórtice de lo meramente humano.