Colombia padece de un solo problema, pero éste ha durado tanto que se ha convertido en un millón de problemas desesperantes y que parecen cada vez más insolubles.
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Ese problema es la falta de una economía legal, productiva, incluyente, generosa y justa. Su no existencia ha convertido al Estado en la principal bolsa de empleos y a la política en una lucha ciega y sórdida de los partidos por apropiarse de ese Estado. La corrupción es hija natural de dicho desorden original, y se ha fortalecido con las décadas.
El Estado colombiano actual nació de la perpetuación disimulada en la república del modelo colonial, con su veneración de las metrópolis, su justificación de las estratificaciones sociales, su ceguera frente al territorio y su arbitrariedad en el manejo de las regiones, tanto más abandonadas cuanto más lejos se encuentren del gobierno central.
También nació de una discordia nunca resuelta entre el poder militar, siempre listo a garantizar la hegemonía de una casta a cambio de grandes presupuestos que se manejan detrás de una cortina de hierro, y el poder de un sistema normativo abigarrado y tramposo, donde la letra de la ley existe no para facilitar la vida de la sociedad sino para garantizar la inmovilidad del modelo.
De ese único problema, nacido de una casta de privilegios, de un régimen de exclusiones, de una élite de propietarios sin vocación empresarial, y perpetuado por un Estado que desconfía por principio del ciudadano y que llena de palos la rueda de todo emprendimiento ha brotado un país en el que sólo prospera lo ilegal, donde proliferan todas las formas de la arbitrariedad, de la trampa, de la injusticia, de la insolidaridad y de la astucia.
El instrumento principal de la perpetuación de ese Estado es el clientelismo, un sistema corrupto profundamente arraigado a nivel local y regional, donde los caciques políticos al servicio de los partidos se benefician de la pobreza y de la ignorancia de la gente para obtener el voto popular a cambio de pequeños favores y de un costoso y recurrente carnaval electoral.
Y lo que lo sostiene es sobre todo una eficiente y diligente casta política cuya principal ocupación es asegurar su propia persistencia, parasitando de los presupuestos públicos, atornillando sin cesar el modelo y procurando mantener actualizado y barnizado lustro tras lustro el discurso de la democracia aparente, de la justicia urgente y de la paz inminente, con una que otra cereza retórica de ocasión, para asegurar que Colombia sea lo que alguna vez dijo García Márquez, un país donde, si uno se va tres semanas, al volver todo es distinto, pero si uno se va treinta años, al volver todo es idéntico.
A esa falta de una economía legal que absorba la energía productiva de la sociedad, su poder creador, su capacidad de emprendimiento, su iniciativa, su talento y su imaginación, se deben la pobreza, la marginalidad, la delincuencia, el atraso, la discordia social, el desamparo, el abandono de grandes sectores de la juventud hundidos en el desempleo, en la falta de acceso a la educación, y en la fatalidad de terminar a merced de todos los negocios ilegales. A ella se debe la lógica dramática del rebusque que gobierna a la sociedad entera; y también el hecho de que un pequeño sector productivo tenga que proveer todos los recursos que el Estado cobra sin compasión y dilapida sin vergüenza casi que exclusivamente en su propio funcionamiento.
Crear empresa es imposible, los trámites legales son extenuantes, los requisitos se multiplican, las instancias que deben dar su autorización y su firma son tantas como despachos tiene la absurda burocracia kafkiana que prolifera en las instituciones, siempre con sueldo, pero a menudo sin funciones fijas. Por eso, si un negocio es ilegal, en Colombia prospera, pero si se vuelve legal, como recientemente el cultivo de cannabis con fines terapéuticos, se llena enseguida de una maraña de requisitos tan insuperable que pronto se convierte en un fracaso.
El Estado existe solo para garantizar los privilegios de unos cuantos y para asegurar la inmovilidad del resto de la sociedad; pero basta formar parte de él para entrar en el reino milenario; y hay que ver el modo como lo único que funciona en Colombia son los eventos y los congresos de las entidades públicas, condenados a la vez al esplendor y a la esterilidad, o el cíclico carnaval electoral con su diluvio de millones.
Porque no hay democracia, pero la ilusión de la democracia llueve a mares, y en esas fiestas generosas no se le niega a nadie su lechona, sus dos tejas de zinc bien enrolladas y su bultico de cemento, que son para millones de personas la prueba de que el voto tiene algún valor. Y no es que los políticos y los gobernantes no hagan nada, al contrario, les encanta hacer, pero no obras modestas y prioritarias, sino grandes obras suntuosas de las que se pueda sacar una buena tajada. Por eso en los municipios se ven a veces grandes coliseos, aunque no haya agua potable ni saneamiento básico; por eso crecen a menudo edificios enormes destinados a alguna función pública, donde las escuelas rurales y los monumentos de la memoria se caen a pedazos. No de otra manera en otros tiempos crecían las pirámides y los colosos de piedra mientras millares de esclavos morían de hambre.
De este modo es también la falta de una economía legal amplia y productiva lo que nos fue dejando a merced de las economías ilegales y criminales. El trabajo que los jóvenes no encuentran en las empresas que deberían florecer, tienen que ir a buscarlo en las fronteras violentas de la sociedad, donde proliferan las guerrillas y las bandas criminales, los extorsionadores, los que venden seguridad privada a veces con la complicidad de la policía, los que surten desde la ilegalidad o la informalidad todo lo que la sociedad organizada no emprende nunca.
Y es así como un solo mal se convierte en un millón de males, y a la hidra monstruosa le sale una cabeza nueva cada día, y los gobiernos que nos prometen un futuro llegan más bien a desmontar lo poco bueno que hizo la república en otro tiempo, permiten el exterminio de los productores agrícolas, permiten el cierre de las incipientes industrias, hostilizan y dificultan todo emprendimiento, y con una celosa desconfianza de todo ciudadano evitan incluso que los pequeños recursos de inversión que vienen del Estado irriguen a la sociedad, porque todo debe ser hecho por las grandes empresas que supuestamente están por encima de toda sospecha. Así se entiende que con los recursos del Estado nunca hay robos pequeños, pero por encima de todas las sospechas vuelan los pájaros carniceros de la corrupción en grande, llevándose muy lejos el tributo de los que pueden tributar.