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A 200 años de la Batalla de Junín, la necesidad de una alianza continental como la que Bolívar soñó es cada vez más evidente. En aquel entonces esa unión era prácticamente imposible, porque casi ni siquiera teníamos naciones, pero todo el que tuviera una perspectiva de la historia podía ver que aislados en pequeñas repúblicas seríamos del todo irrelevantes, víctimas fáciles de la dominación, la manipulación y el saqueo por parte de los grandes poderes del mundo.
Hoy cada país de América Latina parece advertir una parte de los males que enfrentamos y formula una pequeña parte de la solución, pero parecemos incapaces de dialogar. Lula habla de industrializar, Milei habla de ponerle freno a los abusos del Estado, Bukele pone el énfasis en la seguridad policial, Petro habla de la necesidad urgente de luchar contra el cambio climático y de cambiar la matriz energética, López Obrador propone grandes obras de infraestructura y un gran esfuerzo por la distribución del ingreso. Pero lo que necesitamos es un proyecto que articule todas esas cosas, con una perspectiva que no se limite a lo local.
Todos nuestros países necesitan un esfuerzo audaz de industrialización y de agricultura tecnificada, construir una gran economía legal, como plantea Lula, pero necesitan los demás ingredientes. Todos requieren un esfuerzo audaz por aligerar al Estado, sacudirlo de las burocracias que a través de él parasitan de la sociedad, y de tantos trámites corruptos que frenan todo emprendimiento, pero la idea de acabar con el Estado es fantasiosa y equívoca, porque sin una intervención de lo público nada puede lograrse. En todos se necesita una respuesta vigorosa a la inseguridad desatada por la acción de las mafias, pero no habrá seguridad verdadera si creemos que la causa de la criminalidad está solo en los criminales y no en esta sociedad injusta hasta los tuétanos que arroja a tanta gente a la ilegalidad. Todos nuestros países requieren un esfuerzo concertado y urgente de protección de la naturaleza y de transición hacia las energías limpias, pero hay que encontrar el camino para que esa transición no signifique sacrificar lo poco que tenemos mientras los verdaderos responsables mundiales se alzan de hombros. Todos nuestros países necesitan gestos poderosos de autonomía, grandes trabajos de obras públicas, transporte, creación de empleo y distribución del ingreso, pero si cada uno está solo, ninguna de esas tareas podrá cumplirse.
En esta época tan excesivamente ideologizada y polarizadora, cada quién se atrinchera en sus fórmulas parciales y no entiende que si esas necesidades se declaran y esas propuestas surgen, y si amplios sectores de la sociedad las apoyan, es porque están expresando una parte de las urgencias más visibles de la realidad continental.
Si fuéramos más capaces de dialogar, y no necesitáramos tanto saltar al cuello del otro descalificándolo como un enemigo irreductible, a lo mejor descubriríamos que podemos ser más complementarios de lo que se piensa. Desafortunadamente la primera prioridad de los políticos no es mejorar a su país sino derrotar a sus adversarios. Todos quieren, como decía Borges, tener la razón de un modo triunfal, y por eso no logran convocar la energía solidaria de sus países para unas tareas que exigen la participación de muchas fuerzas y muchas voluntades. Tal vez nada se necesita tanto hoy como un proyecto capaz de dialogar con los adversarios en la formulación de unos propósitos compartidos, menos rabiosos, menos conspiradores y confrontativos.
Porque es claro que no sólo hay que fortalecer los mercados internos sino construir un mercado común latinoamericano con agenda propia para participar en la competencia global. Aislados como estamos, menos por las fronteras naturales que por intereses parciales, y desde hace siglos también por la mezquindad de las élites, no dejaremos de ser provincias dóciles al servicio de otros.
Es indudable que necesitamos Estados eficientes, porque esta escarcha onerosa de burocracias principescas, trámites, legalismos tramposos y asistencialismos que anulan la iniciativa, impide toda transformación y prohíbe toda innovación.
Y es cierto que hay que devolverles a las instituciones su contundencia y su principio de orden, pero para ello no basta la fuerza, hay que rescatar la respetabilidad de las instituciones, su capacidad de dar ejemplo. La justicia triunfa realmente cuando cada vez hay que hacer menos cárceles, y tiene que ser un propósito compartido tanto que el ciudadano respete la ley como que la ley respete al ciudadano.
Pero sobre todo sabemos de sobra que lo que más ha hecho crecer la violencia en el continente es la política prohibicionista, que convirtió un problema de salud pública en un asunto criminal. Y solo un esfuerzo concertado a escala continental para cambiar esa política, con todos los argumentos de la ciencia, del derecho y de la filosofía, puede lograr que pasemos por fin de la prohibición absurda y estéril al efectivo control de las drogas. No puede extrañarnos que la violencia que se apoderó de Colombia y de México siga extendiéndose por el litoral del Pacífico, por la cordillera de los Andes, y por los grandes ríos como está ocurriendo dramáticamente hoy en las orillas del Paraná. Y sólo quienes la hemos padecido podemos lograr que cambie esa política, como lo consiguió con un problema idéntico, hace un siglo, ese gran estadista que fue Franklin Delano Roosevelt.
Un proyecto eficiente de protección de la naturaleza, de lucha contra el cambio climático y de defensa de nuestra diversidad biológica solo puede tener alguna esperanza si se formula como un proyecto continental. Solo así podemos avanzar en la protección de las especies amenazadas, defensa de los ecosistemas, conservación de la selva, estabilidad de los climas y cuidado del agua planetaria. Separados o enfrentados no lo lograremos jamás.
También necesitamos un proyecto de infraestructura, de obras públicas y de vías a gran escala que comunique e integre al continente entero: eso que antes parecía imposible lo permite ahora la tecnología contemporánea, pero al mismo tiempo tenemos que lograr un equilibrio profundo entre la prosperidad de las comunidades y la protección del orden sagrado de la vida en todos los ecosistemas.
Ahora no estamos encerrados en países sino por la desconfianza y la corrupción; necesitamos un soplo de aire vivo y fresco que nos arrebate al encierro y ponga a luchar hombro a hombro a las nuevas generaciones en la defensa de esta morada común, como tan obstinadamente lo ha propuesto ese latinoamericano ejemplar que es el papa Francisco.
Habrá quien piense que solo de gobiernos unificados ideológicamente puede nacer ese proyecto continental; yo creo, al contrario, que de la diversidad, del desacuerdo, del debate y de los matices debe surgir un proyecto eficiente y verosímil, que logre sobrevivir a los cambios pendulares de la política, porque atienda a necesidades profundas que son de todos. La Unión Europea ha sabido mostrarnos, después de tantas discordias, que el espíritu humano es capaz de emprender tareas vitales que nos protejan del peligro de la aniquilación.
Lo más admirable de América Latina, y lo que nos da más confianza, es que a diferencia de otras regiones tenemos una historia compartida, una composición mestiza semejante y numerosas afinidades. No hay otra región donde tantos países, en medio de una enorme variedad lingüística, se entiendan en una lengua común. Si bien la política y la economía han conspirado para separarnos, la cultura en todo el continente siempre trabajó para unirnos, y se puede afirmar que, no siendo una nación en términos económicos ni políticos, sí somos una nación enorme, rica en matices, en términos culturales. La cultura latinoamericana no solo existe sino que es admirada por el mundo entero, y ejerce una influencia grande sobre la cultura contemporánea.
En la literatura, la música, la danza, el arte, la gastronomía, el cine, en la vitalidad creadora, el mundo entero nos reconoce. Y si la cultura ha dado ese primer paso, tal vez es hora de que la economía y la política se pongan a su altura, y permitan la aparición de ese gran protagonista de la historia contemporánea, sin cuya presencia el mundo no encontrará su futuro: la Alianza Latinoamericana. Ese es el gran desafío del presente para las ciudadanías de nuestros países.
