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EN UNO DE SUS RELATOS MÁS CÉLEbres, Óscar Wilde cuenta la historia de un cónsul norteamericano en Inglaterra, empeñado en comprar el castillo de un viejo aristócrata.
El propietario, lord Canterville, le advierte que en el castillo hay fantasmas, y el cónsul le responde burlón que, aunque haya fantasmas, él no está dispuesto a pagar ni un centavo más por la propiedad. Después, ya más en serio, le dice: “Lord Canterville, los fantasmas no existen, y no creo que la naturaleza haga excepciones en favor de la aristocracia británica”.
Mi amigo Juan Gabriel Vásquez ha escrito en este diario una columna sobre el viaje del presidente Uribe a rogarle a la Virgen de Fátima por la paz de Colombia. Su tema es lo inconveniente que el presidente de una República laica realice este tipo de peregrinaciones, que parecerían más de un Estado clerical o teocrático. Juan Gabriel también expresa sus dudas personales sobre la existencia de milagros y sobre si la naturaleza hace excepciones a favor de la Iglesia Católica.
Pero lo que verdaderamente asombra del hecho es que, después de haberle ofrecido la paz a Colombia, con la firmeza y la contundencia de un estadista harto seguro de sus planes de gobierno, ocho años después el Presidente tenga que ir a pedirle el milagro a la Virgen de Fátima.
Pero, claro, es ingenuo pretender que le creemos a la piedad de los políticos, cuando sabemos bien que todos esos actos los realizan con periodistas y con cámaras, para conmover a sus electorados: en este caso, a un país eternamente necesitado de milagros y siempre dispuesto a creer en ellos, que no es capaz de cambiar su destino por la vía de la generosidad, la justicia social y una siembra histórica de dignidad entre los ciudadanos.
Álvaro Uribe no tiene cara de ser muy creyente, ni de confiar ingenuamente en milagros. Recuerdo que a la pintora Débora Arango, quien le había pintado una paloma de la paz, se animó a decirle: “A mí no me pinte palomitas, sino fusiles”, ante lo cual la irónica pintora le hizo el dibujo de un fusil, al que bien pudo haberle escrito debajo, al modo de Magritte, “esto no es un fusil: es un dibujo”.
¿Tan grave está la cosa como para tener que salir de la Cumbre de Estoril a pedir ayuda a la Virgen de Fátima? A juzgar por los titulares de prensa, está peor de lo que muchos imaginábamos. Acabo de ver la noticia de que según una ONG, siempre, según los gobiernos, sospechosas de parcialidad, en los últimos treinta años han desaparecido en Colombia cerca de 500.000 personas.
La mera posibilidad da escalofrío, pero uno se refugia en la esperanza de que la ONG se equivoque y las cifras no sean tan altas. Incluso, la Unidad Nacional de Justicia y Paz de la Fiscalía General declara que el cálculo oficial es de sólo la mitad de esa cifra. Como si ya no fuera alarmante hasta el vértigo que en un país, democrático o no, hayan desaparecido siete mil personas al año durante treinta años sin dejar rastro alguno.
¿Dónde vivimos realmente?, se pregunta uno. ¿Y qué dirá el mundo? Pero el mundo al parecer no dice nada, porque hay extraños mecanismos que hacen que lo que pasa en Colombia nunca alarme tanto, ni ponga al mundo a hablar tanto, como lo que pasa en Cuba, en Irak, en Irán, en Venezuela, en Afganistán, en Haití, en Camboya o en Ruanda. Más aún, la noticia, en letras pequeñas, tiende a pasar inadvertida.
Pero de pronto veo una nueva noticia, esta misma semana, en este mismo diario: “Hallan fosa común con 2.000 muertos en La Macarena”. Asombrosamente, en la edición digital, ni siquiera ha merecido ser una noticia a grandes titulares. Es como si fuera una cosa habitual y, para nuestra desgracia, lo es.
Pero 2.000 muertos en una fosa común en La Macarena, encontrados durante la visita de una delegación británica, merecen que los ojos del mundo se vuelvan hacia Colombia y que en todas partes se pregunten qué es lo que está pasando aquí. Peor aún si la noticia nos dice que algunos de esos muertos no son de hace diez años sino mucho más recientes.
Yo, sinceramente, como colombiano y como ser humano, siento un estremecimiento. Y a pesar de que tiendo a formar parte del gremio de los escépticos, empiezo a pensar con angustia que, para alcanzar la paz, Colombia tal vez sí está necesitando un milagro.
Pero dudo de que ese milagro consista en un tercer gobierno de Álvaro Uribe, ni en el mero gobierno de ningún otro político. Ese milagro tendrá que ocurrir en el corazón de cada colombiano, pero también en la capacidad del mundo de ver lo que nos pasa y de obrar en consecuencia.
